“Crea fama y échate a dormir”, dice un viejo refrán. Se cumple el aforismo con artistas o escritores cuyo éxito comercial excede niveles razonables, la demanda de sus obras es atractiva para galerías y editoriales y el esnobismo de quienes las adquieren no se fija en la calidad de las obras sino en la firma del autor, porque las compran más por frivolidad que por gusto estético y disciplina cultural. Esta es expresión de la “lobería”, un término que se acuñó para los nuevos ricos, que emergieron con el boom del narcotráfico. Aunque gente ordinaria con plata siempre ha habido. En épocas de la dictadura militar, la élite social bogotana era esquiva a los eventos de la Casa de Bolívar, por lo que el protocolo de Palacio ajustaba el aforo con ricos amigos del régimen. “Cuidado, mijo, rompe el protocolo”, le decía la señora al marido, mientras se acicalaban para asistir a una recepción palaciega. “Y si lo rompo lo pago”, contestaba el viejo prepotente. También se dio el fenómeno con el ascenso al poder político de emergentes, con éxito electoral y sin ninguna formación moral e intelectual para gobernar. Un poeta bogotano, quien se rebuscaba la vida mercadeando cuadros de pintores prestigiosos entre empresarios o ejecutivos que buscaban impresionar a quienes visitaban sus oficinas, ocasional contertulio (el poeta de marras) de bohemia, decía: “No compre cuadros, compre nombres”. Confirma la tesis la anécdota que difundió la picaresca cultural, según la cual un famoso pintor, gloria del siglo XX, decidió cualquier día aplanchar el trapo con el que limpiaba los pinceles, firmarlo y enmarcarlo. Lo vendió por un poco de plata.
El éxito de algunos escritores, cuyos trabajos persiguen las editoriales y les dan jugosos adelantos a cuenta de su participación en las ventas, que no dudan van a ser copiosas, porque el solo nombre del autor las promociona, a veces termina en un declive de la calidad de las obras, por el afán de publicar sin mayor rigor en la escogencia de los temas. Se dice de autores que producen en serie, porque detrás de ellos hay “obreros” literarios que redactan, el personaje revisa y las editoriales imprimen y comercializan. De otra manera no se explica que un novelista, por ejemplo, saque dos o tres obras al mercado en un año, cada una de más de 300 páginas, que la gente se apura a comprar, porque es lo último de fulano. No pocos de esos “best seller” son “ladrillos” de dudosa calidad. Los críticos de oficio, bien remunerados, sentencian a favor de las obras con expresiones que se constituyen en lugares comunes: “Estilo maduro”, “desapego a influencias”, “fuerza narrativa”, “desarrollo temático”, “perfil de personajes”, “manejo del ritmo descriptivo”, “ambientación de escenarios”, “sublimación erótica”, “emoción al ojo” o “se lee de un tirón”, expresiones comunes a todas las obras y a todos los artistas y autores. Lo contrario: “No bote la plata”.
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