Por lo visto, oído y leído, en los tiempos que corren prima la superficialidad, porque el tiempo apremia, los hechos y las informaciones atropellan, y no queda tiempo para ir al fondo de las cosas, al meollo, a la esencia. “Lo urgente no deja tiempo para hacer lo importante”, es una vieja consigna que se impone, para que todo sea más rápido, más aparente y menos duradero. Lo que no obsta para que sean más costosos los bienes y servicios que se adquieren, porque los precios obedecen a factores técnico-monetaristas y a demandas inducidas por la publicidad y el mercadeo. Por ejemplo: una planta productora de alimentos señala en los empaques que los contenidos tienen determinada fecha de vencimiento, para que ese día se desechen los inventarios y de esa manera se induzca el mercado a demandar más. “Tal cual”, dirá el simpático muñequito. Otro caso: al paso que va el tráfico vehicular, ¿hasta dónde puede llegar el caos en las vías urbanas y en las carreteras? La industria automotriz, por inercia financiera y cubrimiento de costos fijos, tiene que producir más unidades; y debe venderlas acudiendo al crédito, para lo cual son aliados muy eficientes la publicidad, el esnobismo y la cultura de estrenar carro, ojalá de alta gama, porque ese factor se ha impuesto en la sociedad de consumo, asociado al estatus social. Al ciudadano que busca la superación, la pregunta más frecuente que tiene que responder es: ¿Usted qué carro tiene? Ah…y ¿dónde vive? Y en las cuotas bancarias correspondientes a esos dos bienes: carro y apartamento o casa, se les va a las familias jóvenes un porcentaje muy significativo de los ingresos.
Trasladada la inquietud a las ideas, al pensamiento, a la cultura, a la actitud mental frente a la vida, ahí sí que se presenta un bache bien profundo, porque la formación intelectual, salvo mínimas excepciones, prioriza los títulos académicos y la “marca” de la universidad por encima del conocimiento, el carácter y la personalidad, para que se imponga (como se está viendo, en Colombia y en todo el mundo) la mediocridad en la dirigencia política, en la administración pública y privada, en la tecnología para el consumismo, en la ciencia de micrófono y pantalla y en la actitud social chabacana, de cachucha, pantalones rotos, despelucada y boquisucia.
En esas condiciones, no queda tiempo para pensar en lo fundamental, en el bienestar de los pueblos, desde lo básico de una vida digna y socialmente armoniosa y pacífica, como proponía un malogrado estadista colombiano, a quien nadie le entendió sus propuestas. Preocupa a la gente discreta y decente que se impongan como “argumentos” políticos el bullicio y la algarabía de las multitudes que animan a caudillos cuyo contenido cultural, filosófico, mental y moral no excede la profundidad de un charco callejero. Más que valores humanos y propuestas serias, los aspirantes a conducir a los pueblos o a representarlos en los parlamentos muestran actitudes faranduleras, vestimentas exóticas y vocabulario grueso, para ganar adeptos en las montoneras sociales, donde están las mayorías requeridas para ganar el poder en las urnas.
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