Enfrentados a crisis y calamidades que no dan tiempo para trámites engorrosos y para las que previsiones de solución existentes son inoperantes, los gobiernos tienen que acudir a recursos extraordinarios, contemplados en la Constitución y las Leyes, o a líderes providenciales, para que aporten autoridad, respeto, sabiduría y experiencia. Aun los más optimistas, distintos a las élites de la burocracia oficial, reconocen que Colombia está en una situación calamitosa, no sólo por la pandemia que no cede, sino por el caótico orden público, incontrolable para la fuerza pública. Agréguese a lo anterior la pobreza, que se convierte en un polvorín si la gente se desespera, es explotada por la delincuencia organizada o la utiliza el populismo para escalar el poder. Además, la inseguridad generalizada, que tiene a la sociedad prácticamente secuestrada. Y, como si fuera poco, la precariedad del liderazgo político, cuya arrogancia le impide reconocer que es incapaz. La nave del Estado se enfrenta a una tormenta sin precedentes, y los responsables de conducirla miran para el lado que no es, o se atienen a estadísticas maquilladas, para transmitir la idea de que aquí no pasa nada. Mientras tanto, los altos cargos devengan jugosos sueldos y disfrutan de los privilegios de sus puestos.
Funcionarios públicos, capaces y responsables, además de honestos y comprometidos con la sociedad a la que quieren servir, tratan de ser eficientes, pese a los obstáculos que les presenta la “dictadura de los mandos medios”, como la calificó un expresidente, desesperado con su poder para no dejar hacer. Muchos “servidores” del Estado son escogidos para representar y favorecer intereses delictivos. Así se convierten los burócratas en cómplices o beneficiarios de la corrupción, cuyos letales efectos fiscales tratan de compensar los gobiernos con reformas tributarias recurrentes, que son como echarle agua a un hueco en la arena. Ningún gobernante, con sus flamantes equipos económicos, acomete la tarea de rematar los bienes incautados a las mafias, cuya administración, además de ser costosa, se presta para torcidos; tampoco de reprimir el contrabando, del que son cómplices muchos de los encargados de controlarlo; ni de recaudar la cartera morosa de los impuestos, que son peculado cuando se trata de retenciones en la fuente; y menos de eliminar nóminas paralelas de asesores y consejeros y “corbatas” diplomáticas, impuestas por intereses politiqueros. Ni pensar en intervenir el cáncer en el que se ha convertido el poder legislativo. Es más fácil para el gobierno ahorcar con más tributos a quienes están puchados, como el empresariado legal y los asalariados formales, que echar mano de otros recursos, por facilismo o desidia.
“Monólogos de Florentino. Reflexiones de un ideólogo empírico”: Librería Ágora, Palermo; Papelería Palermo; Droguería Milán, Alta Suiza; Librería Odisea, centro.
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