Los últimos días fueron propicios para meterles pupila a tres libros que han puesto sobre el tapete el tema de la paz, pero en una forma razonada, serena, bien documentada, sin veneno… Además, con un entorno histórico útil para aquellos a quienes les han tocado las reformas al pensum oficial, en las que primó la cicatería en la nómina docente sobre la ilustración de los educandos. Esos libros fueron: Revelaciones al final de una guerra, de Humberto de la Calle (Penguin Random House Grupo Editorial, 2019); El país que me tocó (Memorias), de Enrique Santos Calderón (Idem, 2018); y La batalla por la paz, de Juan Manuel Santos (Editorial Planeta Colombiana S.A., 2019). Además de estar escritas en una prosa seductora y con valor histórico, que revela a los autores como intelectuales de hondo calado, amplia trayectoria académica y experiencia en alta política, las tres obras son un testimonio que enhorabuena se ha producido, para que quede constancia de que, si el proceso de paz que culminó el gobierno Santos con la guerrilla más antigua del mundo, que durante seis décadas produjo millones de víctimas en Colombia, no fue perfecta, no haberla hecho hubiera sido imperdonable; y un acto de cobardía frente a opositores inspirados en apetitos electorales y en venganzas personales, más que en el bienestar de la nación. Al fin y al cabo, para algunos de esos opositores las víctimas no han sido más que campesinos, indios y negros. A la aristocracia terrateniente y rica, que también ha sido afectada, más que todo le han tocado el bolsillo con extorsiones y secuestros; sin que hayan faltado muertes, tan absurdas como dolorosas. Lo que comprueba que la guerra no discrimina. Lamentablemente, líderes que se obsesionan con el poder, y cuentan con una corte de incondicionales que los obnubilan con el incienso, cuando no pueden ganarse los méritos de las buenas obras, o el protagonista es de sus malquerencias, hacen como el niño a quien le prohíben comerse una torta y se orina en ella para que otros no puedan hacerlo. Eso es lo que trataron de hacer con el proceso de paz los politiqueros arrogantes, cuyo objetivo, inspirado en la mezquindad, era dañar “la paz de Santos”, aduciendo legalismos y moralismos, detrás de las cuales se agazapaba un odio enfermizo.
Los tres libros mencionados (que distan mucho, en calidad y seriedad, de “twiters” compulsivos), además de ofrecer una lectura de excelente calidad literaria, son testimonios serios, e históricamente valiosos, de un proceso que pudo ser mejor si algunos, a quienes el futuro les pasará la cuenta, no se hubieran atravesado como mulas muertas. Y el libro de Enrique Santos (El país que me tocó) reseña sin alardes el protagonismo de una familia (los Santos) incrustada con muchos méritos en la vida nacional.
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