Los escritores de alguna nombradía, cuando han doblado la curva descendente de la vida, en las entrevistas suelen hablar del origen de su vocación y del ambiente que alimentó su cultura e inspiración. Otros, sin ínfulas de gloria, tienen un bagaje muy simple. Comenzaron leyendo las revistas de comics; avanzaron con las novelas de vaqueros, pequeños libros de fácil y entretenida lectura; continuaron con otros más serios en la biblioteca del colegio, buscando los más amenos y menos “gordos”, para copar el tiempo de biblioteca que el reglamento les imponía; y siguieron con obras que ponían a su alcance parientes inclinados a la literatura. Así pasaron los años, alimentando una dependencia de la lectura que se acrecentaba, en la medida que eran más selectivos para escoger temas y autores, sin dejarse atrapar por prestigios estimulados por la publicidad, a conveniencia de las editoriales; por esnobismos o por episodios de impacto, estos últimos inspirados en sucesos y protagonistas políticos, criminales o de farándula. Para el lector constante, los libros se convierten en una adicción y son parte de su dieta, con la que alimenta la mente y se vacuna contra la mediocridad; además de que historias, ensayos filosóficos, noticias comentadas, fábulas y situaciones creadas por la imaginación de los autores, le aportan un archivo de ideas, aprendizajes y argumentos para discernir, dialogar, opinar y decidir.
A algunos lectores, en algún momento les pica el deseo de comunicarse a través de la escritura, para darles salida a ideas, sentimientos y experiencias. En pasquines colegiales, periodismo experimental sin trascendencia o acogidos a la generosidad de medios institucionales publican sus escritos, que vistos en letras de molde les insufla el ego.
Todo ese recorrido lo hacen muchos escritores, paralelo a actividades laborales, indispensables para la supervivencia, para finalmente relacionarse con editores o directores que acogen sus escritos, orientan su estilo literario y pulen el manejo del idioma, para convertirse con el tiempo en colaboradores de diarios y revistas; e ir más allá con la edición de libros de crónicas costumbristas, ensayos biográficos e históricos y otras divagaciones ideológicas, procurando ser amenos, coherentes, directos y breves, acogidos a la idea de que escriben para que los lean con agrado, entiendan lo que dicen y se entretengan los lectores.
Cumplido el ciclo laboral y adquirido el derecho a una pensión suficiente para vivir dignamente y con tranquilidad, grato es refugiarse en los libros, los mejores amigos; en la complicidad de una computadora, que recibe, guarda y calla; en actividades culturales sin compromisos; en disfrutar la familia y en ver pasar la vida “… plácidamente sin decirle nada”, como dijo el poeta Barba-Jacob del árbol y las mozas del camino.
“Monólogos de Florentino. Reflexiones de un ideólogo empírico”: Librería Ágora, Palermo; Papelería Palermo; Droguería Milán, Alta Suiza; Librería Odisea, centro.
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