Las obras públicas en Colombia, que hacen parte de los países “subdesarrollados” o “en desarrollo”, han tenido varias etapas de características diversas, casi ninguna favorable. Después de proclamar la independencia de España, cuyo bicentenario se celebrará el próximo 7 de agosto, comenzó una etapa de consolidación de la República, caracterizada por los palos de ciego de políticos inexpertos, dados a resolver las diferencias entre ellos por medio de las armas, de espaldas al conocimiento, a la experiencia de naciones consolidadas y a la razón.
En obras públicas no había tiempo para pensar desde el gobierno central. Y en las provincias, lo poco que se hacía era de iniciativa privada. El capitalismo invertía en caminos, puentes y demás y como compensación se le otorgaba el disfrute de peajes por tiempos determinados. Todo sectorizado en la escarpada y dispersa geografía del país, sin coherencia ni integración nacional, al vaivén de intereses particulares y políticos. Así transcurrió todo el siglo XIX.
A comienzos del XX, en medio de la modorra conservadora-clerical, más retórica que pragmática, surgieron ideas progresistas de mandatarios lúcidos (Apenas dos: Rafael Reyes y Pedro Nel Ospina), como construir un sistema ferroviario que integrara con eficiencia al país, en lo que se invirtió parte de la indemnización que pagó Estados Unidos por el raponazo de Panamá; y se creó una empresa aérea comercial, que permitió decir que “Colombia había pasado de la mula al avión”. Así arrancaron los flamantes Ferrocarriles Nacionales de Colombia, fraccionados en ramales, con hermosas estaciones de estilo republicano y eficientes servicios de carga y pasajeros.
La plata entraba en abundancia y en efectivo, lo que les abrió los ojos a los políticos y al sindicato. Los primeros, nombraban administradores ineficientes con títulos de abogados, para desempeñar cargos técnicos. Los equipos dañados no se reparaban; y los repuestos se importaban y no se nacionalizaban, para que terminaran oxidándose en las bodegas del puerto de Buenaventura; y las máquinas y vagones se arrumaban en los patios de Chipichape, en Cali, como en un cementerio de chatarra. Y el sindicato presentaba cada año pliegos de peticiones absurdos, como disponer que los trabajadores se jubilaran con 20 años de trabajo a cualquier edad. Al final, los ferrocarriles tenían 6.000 trabajadores activos y 12.000 pensionados, algunos con 36, 38 o 40 años. Cuando la empresa colapsó definitivamente, se culpó al ministro de Obras Publicas de turno; y del desgreño administrativo y de la corrupción nadie dijo nada. Ni del sindicalismo voraz e irracional. Ahora se intenta revivir en Colombia el sistema ferroviario, arrancando de ceros. Y por los más de 50 años perdidos ¿quién responde?
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