La cofradía de los masones fue creada en el siglo XVIII, en Inglaterra, por constructores, arquitectos e ingenieros, inspirados en ideas altruistas relacionadas con el humanismo, la igualdad y la solidaridad. Se oponían a gobiernos absolutistas, fueran monarquías, dictaduras o caudillismos; y a toda forma de dogmatismo, religioso o político. Después de recibir la adhesión de numerosos simpatizantes, que se identificaban con sus postulados y con la oposición a los soberanos europeos de la época, incluidos los papas, la masonería fue objeto de persecución y anatemizada con la excomunión papal, al punto de que muchos de sus miembros terminaron en las “churrasquerías” de la Inquisición o ahorcados por los verdugos de sus majestades. Eso obligó a los masones a convertirse en una secta secreta y a reunirse sus miembros clandestinamente, para practicar sus ritos, bastante ampulosos, por cierto. Sus postulados y actividades filantrópicas pasaron inadvertidos por mucho tiempo, lejos de reflectores, filmadoras, micrófonos y grabadoras, mientras que la educación religiosa ganaba espacio, definiendo a los masones como los más encarnizados enemigos de Dios, augurándoles el destino final del fuego eterno. Esa cortina se ha corrido para dejar ver la realidad, gracias a nuevas concepciones culturales, que historiadores y filósofos presentan con el verdadero sentido que tiene la masonería, como una comunidad de personas de excelentes calidades humanas, defensoras de los postulados del liberalismo genuino, que no tiene nada que ver con negociar votos, contratos y puestos en los baratillos de la politiquería. Los masones sirven a sus semejantes con el cubrimiento de necesidades primarias que protejan la dignidad de las personas, a través de la educación, el trabajo, la igualdad, la tolerancia con las ideas políticas y religiosas y la paz.
Grandes gestas sociales, como la independencia americana, fueron lideradas por masones como Washington, Jefferson, Franklin, Bolívar, Santander, Nariño, Padilla y San Martín, entre otros, que lucharon con todos los recursos de su talento, su fortuna y su vida por liberar a sus países del yugo de las monarquías europeas, pero jamás pensaron en conquistar otros territorios para someterlos a sus designios, al poder militar o a la voluntad política; y menos para esquilmarles sus riquezas.
Nuevas expresiones históricas, que reseñan los hechos con objetividad, no tienen compromisos ni ataduras con religiones, gobiernos ni partidos, y menos con caudillos o sectores gubernamentales que “educan” direccionando la cátedra hacia objetivos preconcebidos. Esas reseñas, como las amenas y enjundiosas charlas virtuales de Adelaida, muestran la verdad histórica con claridad y desmienten las falacias del fanatismo. Al mismo tiempo, cumplen el deber ético de reivindicar causas como la de los masones, que son humanistas y filántropos de muchos méritos, distintos a los demonios que ha querido mostrar el dogmatismo obstinado y cerrero; o el fanatismo, que tiene los ojos condicionados a mirar para un solo lado, como los caballos cocheros.
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