En “Una tierra Prometida”, el expresidente estadounidense Barak Obama relata las peripecias de una campaña electoral, en la que cualquier desliz cuesta votos. Las improvisaciones son peligrosas; mucho más cuando cunden cámaras y grabadoras y los periodistas sesgados “no dejan caer ni una”. Cuando le correspondió a Obama hacer la apertura de la Convención Demócrata, en el momento de salir al estrado, su esposa, Michelle, que suele llamarlo “colega”, le dijo: “No la cagues, colega”. Los discursos, aun los improvisados, los estudia el candidato con sus asesores, de modo que causen buen impacto en el auditorio y no vayan a herir susceptibilidades de aportantes.
En el ejercicio del poder, las mismas precauciones tienen que tomarse con los congresistas, para sumar adeptos a los proyectos de ley que ha de presentar el Ejecutivo para estudio y decisión del legislativo. Los de los copartidarios no son pan comido, porque hay intereses de terceros, que esos congresistas representan. Y seducir a senadores o representantes contrarios para completar la mayoría requerida es más complicado aún. La tarea del equipo que lidera el presidente de un país genuinamente democrático es de alta complejidad, porque los legisladores tratan de sacarle provecho a su apoyo, con beneficios para las regiones que representan, gabelas para sectores económicos que aportan a sus campañas o burocracia para pagar favores. Eso es lo que en Colombia se identifica como “mermelada”, que algunos congresistas reciben y después cambian el voto.
En Estados Unidos transitó ese camino el presidente Lincoln, inclusive llegando a caballo a las residencias de los congresistas, para conseguir con auxilios y burocracia que pasara la Ley que abolía la esclavitud. También tuvo el presidente Roosevelt que acudir a la mermelada, para sacar avante el “new deal”, que superara las dificultades derivadas de la crisis económica del 29 (1929). Y, más tarde, tuvieron que hacer lo mismo Kennedy, y su sucesor Johnson, después del magnicidio del primero, para que saliera airosa del Congreso la ley “Civil Rights Act” para acabar con la inicua discriminación racial. Obama tuvo que echar mano del método para lograr que el Congreso aprobara la Ley del Cuidado de Salud a Bajo Precio (Obamacare), para mitigar los sufrimientos de la gente que no podía cubrir los costos de tratamientos y medicinas. Paradójico es que los más cerreros opositores al sistema de salud subsidiado por el Estado eran los productores y comercializadores de medicamentos y equipos, y hospitales y clínicas prestadores de servicios de salud, porque el Estado iba a intervenir los costos, afectando sus utilidades. Ellos, por supuesto, tenían fichas en el Congreso. En eso, en servicios de salud, Colombia está mucho mejor. Las 846 páginas del libro de Obama interesan a los viejos afectos a la historia política, encerrados por la pandemia.
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