Cuando hay intereses económicos de por medio, los más astutos sacan provecho, antes de que los incautos caigan en la cuenta de que les van a salir adelante. El valor de los bienes los regula la ley de la oferta y la demanda, que es inexorable. Un ejemplo de este aserto es la tierra, que ha sido objeto de la codicia del hombre, desde que éste abandonó su condición de nómada, sentó bases en alguna parte, se refugió de la intemperie y aprendió a cultivar la tierra para variar el menú de la cacería. “Tierra no hacen más”, dicen quienes saben hacer cuentas.
Con el correr de los siglos, mientras la población crece la tierra es la misma y los más avisados procuran acumularla, porque, además de generar riqueza, da poder. Una de las épocas más oscuras de la humanidad fue la del feudalismo en la Edad Media, cuando las diferencias socio-económicas de la población fueron dramáticas. Pese a las prédicas acerca de la caridad que, junto con la fe y la esperanza, hacía parte de las “obras de misericordia” que decían practicar los poderosos, incluidos los jerarcas religiosos, la miseria era indignante. Los señores feudales poseían tierras que podían ser del tamaño de un país actual y tenían siervos suficientes para formar ejércitos. Éstos los ponían al servicio de las monarquías en las guerras que eran su deporte favorito. Tales “patrióticos” servicios los pagaban sus majestades adjudicando a sus aliados y benefactores más tierras.
Esas prácticas se extendieron por varios siglos. Las inmensas posesiones de tierras trabajadas por “siervos sin tierra”, que sobrevivían apenas mientras sus amos se enriquecían, se atomizaban en herencias sucesivas. No obstante, subsisten poseedores de títulos de propiedad que datan de tradiciones milenarias. Esa riqueza les permite pasearse por los más refinados salones de la aristocracia europea, tomando champaña, jugando ruleta, navegando por el Mediterráneo y enamorando vedetes, que cambian como mudarse de ropa.
La práctica acumuladora de tierras, propia de la nobleza europea, se trasladó a las colonias de África, Asia, Oceanía y América. En el caso de la Nueva Granada, el señor feudal se llamó “encomendero”, a quien sus graciosas majestades le otorgaban a ojo de mapa tierras que iban de montaña a montaña o de río a río, para que las explotara en minería y agricultura, utilizando como mano de obra a los indios y después a los negros, con el compromiso de girarle a la Corona un porcentaje de los rendimientos. Después de la independencia, esos privilegios los heredaron criollos poseedores de cédulas reales, o derechos de sangre, beneficios que han heredado sucesivas generaciones. Agréguesele a esa práctica perversa el despojo de tierras a los dueños legítimos por los violentos, circunstancia que aprovechan avisados terratenientes para comprarlas a menosprecio. El campesino raso, mientras tanto, ve pasar reformas agrarias. Pasar, no más, porque nunca han sido efectivas.
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