Entre la humildad y la arrogancia hay un término medio que es la dignidad. El concepto hace parte de la sabiduría del equilibrio de los términos medios, como cuando Sancho le llamaba la atención a su amo, ante la inminencia de uno de sus impulsos temerarios: Palabras más, palabras menos, le decía: “Amo, entre el miedo y la temeridad hay un punto medio racional: el valor”. El miedo es paralizante, la temeridad es imprudente y el valor es reflexivo, puede concluirse de la sentencia del “filósofo de la sensatez”, como llamó H.R. Romero Flores al escudero de don Quijote, en su libro biográfico de Sancho Panza. De la premisa expuesta se concluye que las ideas liberales, aplicadas a la conducción de los pueblos, y, en general, a todas las actividades humanas, constituyen el equilibrio necesario para la convivencia y la armonía sociales. “Todo extremo es vicioso”, dice la gente del común, que no ostenta títulos académicos ni habla inglés fluido, pero hace gala de la sabiduría popular, que es la materia prima con la que trabajan los académicos, dan clases y escriben libros.
La frágil personalidad de los dirigentes se nota cuando “se les suben los humos” (otra expresión propia de los hijos de la gleba), cambian de actitud, miran para abajo al resto de los mortales, “se creen salidos del sobaco del Padre Eterno”, como decía un sabio profesor del Instituto Universitario de Caldas, don Simón Díaz; y, al llegar al poder, creen haber cogido el cielo con las manos. Esas posturas, a muy pocos les causan admiración, los subalternos tienen que resignarse a tolerarlas, los más cercanos se las objetan y los demás, con independencia y postura filosófica, se las gozan, como el espíritu burlón, que detrás de una cortina “se reía, se reía”.
Cuando los gobernantes, que alcanzaron los alamares de la gloria en el poder gracias a las desviaciones de la lógica en una democracia decadente, tienen “el sol a la espalda”, como se definen los últimos meses de sus gobiernos, buscan la manera de lucirse, asumen un talante providencial, salen del entorno administrativo para exhibirse en escenarios internacionales, buscan codearse con los personajes más relevantes de la “farándula política” internacional, preparan con sus asesores enjundiosos discursos en los que desmenuzan las genialidades de sus mandatos, “echan vainas” a sus antecesores y los culpan de los errores cometidos, a consecuencia de problemas heredados; aparecen más maduros, con canas que les infunden dignidad; manejan con maestría las ayudas audiovisuales, intercalan en sus discursos expresiones de sabios reconocidos y recorren con suficiencia los auditorios, cobijándolos con mirada prepotente, como el fotógrafo que busca el mejor ángulo para retratar el objetivo. Mientras tanto, los sufridos gobernados, que sueñan con el fin de mandatos fallidos, suspiran y repiten: ¿hasta cuándo? Y ponen sus esperanzas en el próximo presidente, porque se acostumbraron a vivir de ilusiones. Sin embargo, pasan los períodos, unos tras otros, sin que nadie reconozca, y menos intente corregir, que el problema no son las personas, sino el sistema, hecho a la medida de gobernantes tan arrogantes como ineptos.
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