Las buenas maneras, el trato cordial, las expresiones afectivas y la consideración por los demás, incluidas la solidaridad y la mano tendida, abren el camino para el aprecio y el cariño; y por ahí mismo para la satisfacción personal y la felicidad. Es decir, a uno no lo quieren, sino que se hace querer. Los déspotas, especialmente cuando tienen poder, consiguen apenas que les teman, y si los reverencian es por sumisión o por necesidad. En el primer caso, la sumisión se debe al respeto a padres autoritarios y prepotentes y en el segundo a la obediencia de mala gana a superiores arrogantes e injustos, lo que se da especialmente en la milicia o en actividades laborales en las que la necesidad se impone por encima de la dignidad. El humanismo, sin duda el más acertado estilo para la armonía en el trato interpersonal y social, señala como ideales el respeto por los demás y el trato amable, si se quiere paternalista, en el caso de superiores y subordinados, para el buen vivir y la armonía en las comunidades.
Los gobiernos, que son los llamados a procurar el bienestar de los pueblos y a implementar y orientar actividades que propendan por alcanzarlo, cuando caen en manos de autócratas se desvían hacia objetivos de servilismo y miedo, que los mandatarios sostienen con los argumentos de la fuerza; y disimulan con la demagogia y el asistencialismo, que son recursos perversos para someter a los pueblos con promesas y migajas, manteniéndolos en la pobreza y la ignorancia.
Cuando se examinan los enunciados que proclaman las doctrinas religiosas, los principios de las más representativas e influyentes coinciden en el amor al prójimo, el respeto, la caridad y la igualdad. Pero como todas esas organizaciones, matizadas con dogmas, ritos, ornamentos y otras expresiones que las distinguen, están dirigidas por seres humanos, casi siempre contaminados de poder político y económico, tienen enunciados verdaderamente terribles para mantener a los feligreses sometidos, como el infierno; y proclaman como pecados, que ameritan castigos eternos, casi todas las cosas que causan placer. En creencias religiosas machistas es secundario el papel de la mujer en la sociedad; y en otras se estigmatiza el sexo, relegándolo a la función animal de la reproducción. La codicia, en cambio, que causa males mayores a la humanidad, la practican los jerarcas religiosos, en armonía con los poderosos, mientras que les inculcan a los fieles que la pobreza es la virtud que más los acerca a la gloria eterna, pero tienen que esperar a que se mueran padeciéndola.
Cuando la ciencia, la tecnología y las nuevas expresiones filosóficas han descorrido tantos velos, tienden las comunidades a bajar de sus pedestales a los clérigos que se proclaman representantes personales de Dios en sus respectivas jurisdicciones, con los mismos poderes del Altísimo, y les señalan su apostolado con menos poder terrenal y más empatía y compromiso social. Advirtiéndoles, además, que la justicia es para todos, que no todo lo agradable es pecado y que el amor, el cariño y el respeto no se imponen, sino que se ganan, se conquistan, es un tome y deme, no un acto de sumisión bajo amenazas.
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