Platón, uno de los filósofos de la antigua Grecia, cuna del pensamiento político de Occidente, decía que “el precio que pagan los ciudadanos por no votar es tener que soportar malos gobiernos”. Después, alguien redondeó la idea diciendo que “los malos gobiernos los eligen quienes no votan”. La realidad actual, en Colombia y en otros países considerados democráticos, confirma ambas afirmaciones. El proceso degenerativo de la política, que reemplazó a los líderes paradigmáticos que la enaltecieron, hombres sabios, gestores de ideas que buscaban llevar a los pueblos que dirigían, o aspiraban a dirigir, por senderos de progreso, bienestar y superación, se gestó en movimientos sociales inspirados en la rebeldía irracional y en el desprecio por el “orden establecido”, que son la constitución y las leyes que cada país se da para que orienten sus destinos. Esas constituciones, o “cartas magnas”, como ampulosamente se les llama, y las leyes que las reglamentan, perdieron la “majestad”, porque nuevos actores democráticos son mal escogidos por electores que se dejan seducir por baratijas; o por quienes se abstienen de participar, por desidia, por ignorancia o por desprecio del sistema al que le perdieron el respeto; o, simplemente, no creen en él. Pero lo peor es que la delincuencia organizada, que maneja recursos económicos incalculables, en muchos países se adueñó del sistema democrático, en los tres puntales que lo sostienen: ejecutivo, legislativo y judicial; y, “por ahí que es más derecho”, de otras instancias sociales que los alimentan, como la academia, el periodismo, la economía y hasta la religión.
Pero si se echa mano del positivismo, los sanos principios y la bondad innata del hombre, se puede pensar que la situación actual de países como Colombia puede redimirse, en la medida que las comunidades se sacudan de la dependencia que les han creado los políticos sacados de las canteras del mal, por la “minería ilegal” de intereses perversos, cuyo egoísmo no tiene más motivaciones que alcanzar el poder, y perpetuarse en él; y enriquecerse sin límites ni topes; además de crear una corte de incondicionales y aduladores que les echen cepillo y le den brillo a su egolatría.
La esperanza es que la juventud caiga en la cuenta de que su futuro está en sus propias manos y asuma el liderazgo, después de una adecuada preparación intelectual y moral; que la academia se decante y vuelva por sus fueros, eliminando a simples vendedores de diplomas; que el Estado le meta la mano a la proliferación de iglesias de garaje, que embrutecen a feligreses para esquilmarlos y se enriquecen sus “pastores” sin pagar impuestos; que la justicia la ejerzan los sabios sin depender para su escogencia de nada distinto del conocimiento y la probidad; y que los autores de las leyes sean ciudadanos comprometidos sólo con el bienestar de la comunidad y tengan una mínimo formación intelectual, además de que no sean patrocinados por la delincuencia organizada, los carteles de la contratación y el caciquismo, municipal o regional. En una democracia, en las urnas se gesta lo bueno o se tolera lo malo. Quienes no votan, cargan con su culpa, por no ejercer un derecho que es deber.
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