Condición indispensable para que un líder sea exitoso es que tenga olfato para escoger asesores. Personas en las que pueda delegar asuntos vitales para el buen resultado de su gestión. Cuidando, sí, que esos personajes se mantengan en su lugar y se abstengan de restarle protagonismo al jefe, cuando ejecuten acciones que conciten aplausos y reconocimientos. Es decir, que se salgan del libreto para pasar de actores de reparto a protagonistas. Cosa distinta son los caudillos, dictadores y reyezuelos, que procuran tener mediocres a su alrededor, incondicionales y aduladores, que aplaudan con alharaca todo lo que digan o hagan, les echen incienso y embadurnen con brillantina sus egos, sin aportar nada útil a su gestión como gobernantes o líderes. Así se forman las estatuas de oro sobre pedestales de arena, que más temprano que tarde se derrumban, sin dejar legado que merezca recordarse.
A mediados del siglo XX surgió en Colombia un grupo de ejecutivos de corte técnico-económico, formado en universidades de Estados Unidos y Europa a la sombra de profesores que asesoraban gobiernos para estructurar los sistemas macroeconómicos de sus naciones, con un criterio rígidamente técnico. Esos exóticos personajes fueron acogidos por los gobiernos de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) y Alfonso López Michelsen (1974-1978) para asesorarlos en la implementación de reformas que modernizaran el sistema tributario, entre otros. Ambos mandatarios eran conocedores profundos del tema, además de ideólogos liberales con sentido social, por lo que los tecnócratas les resultaban útiles, pero no los descrestaban ni les imponían procedimientos y sistemas. El lenguaje de quienes fueron ministros y altos funcionarios del Estado, bautizados por la picaresca de columnistas y caricaturistas como “chicago boys”, era incomprensible para el común de la gente. Una anécdota de Guillermo Perry en su libro “Decidí Contarlo”* ilustra la idea: “(…) Cuando leí mi documento, muy técnico, y a medida que los ministros abrían los ojos sin entender mayor cosa, Lleras se paró de su puesto y se acercó al mío. ‘Doctor Perry -me dijo con toda amabilidad- ¿por qué no nos cuenta en palabras sencillas lo que usted escribió ahí en esa jerga técnica?’ Al hacerlo, vi que los ojos de los ministros volvían a su tamaño normal, empezaban a sonreír y aprobaban con movimientos de cabeza. ‘Dígame -Lleras me dijo al finalizar mi explicación- ¿por qué no escribió así el documento? Le pido por favor que lo vuelva a redactar en esa forma para que quede claro para todo el mundo. Ahora que lo entendimos, les pregunto a los ministros si lo aprueban’. Y lo aprobaron (…). Esa lección me sirvió para toda la vida”. Estadistas y técnicos se complementan.
* Penguin Random House. Bogotá D.C., 2019.
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