Los juglares, poetas y músicos trashumantes que iban de pueblo en pueblo llevando noticias, transmitiéndolas a las comunidades en versos de su inspiración, son la más remota expresión del periodismo que se conoce. Siglos después, cumplieron con esa tarea los evangelistas, que eran el equipo de comunicaciones de Jesús de Nazaret. Entre los juglares se cuenta a Homero, quien difundió en versos cantados en plazas públicas las noticias de la guerra de Troya y del accidentado regreso de Ulises a su reino, la isla de Ítaca. Allí tejía y destejía esperanzas Penélope, después de que se cansó de decirle una y otra vez a su marido que no se metiera en peleas ajenas, mientras que su hijo Telémaco le espantaba “gallinazos”, que la pretendían por su belleza y para quedarse con el poder abandonado por Ulises. Homero, por supuesto, no era el único, pero sí el más reconocido de los “periodistas” orales de la antigüedad. Sus crónicas relatadas de viva voz fueron recogidas después en dos libros maravillosos, la Ilíada y la Odisea, que han trascendido los siglos. Todavía les ponen de tarea a los estudiantes leerlos y llevar un resumen, que bajan de Internet. Las tareas de todos, en todas partes, son idénticas. En Colombia, el papel de juglares lo desempeñaron los cantores vallenatos. Guitarra o acordeón en mano llevaban y traían chismes políticos o románticos, que generaron conflictos entre gamonales partidistas y dañaron numerosos matrimonios. Pero, que se sepa, ni en la antigua Grecia ni en el Valle de Upar hubo muertes violentas entre quienes cumplían la labor de difundir noticias.
Con el tiempo, y ya institucionalizado el periodismo como el cuarto poder, con capacidad para construir procesos o destruir sistemas y bajar de sus pedestales a líderes y gobernantes, ante su fuerza e influencia los intransigentes optaron por acallar a los periodistas asesinándolos, cuando se les acabaron los recursos dialécticos para controvertir con ellos, o pesaron demasiado las pruebas exhibidas en su contra. Esto ha sucedido en todas partes del mundo y Colombia no es la excepción.
Un caso que ilustra el tema fue el de Noel Ospina Romero, de Montenegro, Quindío, un combativo comunicador liberal que se enfrentó a los “pájaros” sin más armas que su máquina de escribir y un modesto periódico que editaba y distribuía él mismo, apoyado con avisos de comerciantes amigos. El primer atentado del que fue víctima llamó la atención del presidente Eduardo Santos (1938-1942), dueño de El Tiempo, quien ordenó su traslado a Bogotá para prestarle los servicios médicos que su grave situación requería. Quedó cojo y hablando enredado, pero no cejó en su lucha, y los atentados se repitieron. Por eso, se ganó de los guasones que no faltan el apodo de “Polígono”.
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