A quienes llegaron tarde a esta vida, y no conocen la historia, además de que por una forma lógica de ser los jóvenes egoístas, espontáneos, innovadores, festivos, …irresponsables, poco dados a calcular los riesgos, los viejos tenemos la obligación de advertirles los peligros.
El mundo acusa un deterioro de la política seriamente preocupante, en Colombia y en muchos otros países, inclusive los avanzados en cultura y tecnología, porque la pérdida de valores morales, el “destape” de las atrocidades cometidas por religiosos, cuya misión es conducir a las comunidades por el camino del bien; la ambición desmedida de riqueza, sin importar procedimientos, ni daños que puedan causarse a la sociedad; y el ascenso al poder de dirigentes improvisados, con más vocación de estatuas que de conductores de pueblos hacia destinos nobles, han causado una dicotomía abismal entre los avances científicos y tecnológicos y el humanismo solidario, que propende por la convivencia hacia destinos de superación, armonía social y paz. La nueva consigna es “sálvese quien pueda”; y las adhesiones necesarias para ascender en la escala social, y hacia el poder, no se conquistan, se compran.
No hay duda de que el deterioro social que acusa el mundo, especialmente Latinoamérica, de la que Colombia hace parte, debe preocupar a los electores en el momento de tomar decisiones políticas en las urnas, jóvenes y viejos, porque los primeros son los dueños del futuro y los otros son quienes los aman y desean para ellos lo mejor: la felicidad y el bienestar.
Sucesivos gobiernos dirigidos por mandatarios prepotentes y corruptos, rodeados de incondicionales adiestrados para “comer callados”, utilizando los recursos del erario, que son patrimonio colectivo, ganaron preeminencia repartiendo dádivas, más que construir sociedad, lo que les abrió las puertas a aventureros que emergieron de las aguas del inconformismo, para convertirse en caudillos que armaron sus pedestales con materiales del populismo altisonante y depredador.
Un caso concreto: Venezuela. Hasta hace unas pocas décadas era paradigma de prosperidad y riqueza, una de las economías más sólidas del mundo, y la mayor de Latinoamérica. Sucesivos gobiernos de un bipartidismo que alternaba en el poder con los mismos vicios de una democracia decadente, allanaron el camino para que apareciera un caudillo, considerado por el pueblo inconforme como providencial, cuyo discurso era tan vano como un tarro desocupado y tan atractivo como el de un culebrero. Las consecuencias están a la vista. De ser el rico del vecindario, objetivo de todas las envidias y refugio de desplazados de la pobreza, en pocos años se derrumbó. Pero ha sobrevivido el caudillismo, consumiendo el “raspado de la olla” y asociado con el crimen organizado y con gobiernos que buscan aprovecharse de los recursos que quedan, para procurar adhesiones que le permitan al presidente-payaso y a su séquito permanecer en el poder. La megalomanía los ha obnubilado hasta el extremo de tratar de exportar su modelo político al vecindario. En parte lo han logrado. Ojo con eso…
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