El intrincado tema de la muerte, sobre el cual se han intentado definiciones e interpretaciones múltiples y variadas, no tiene, sin embargo, nada claro. Filósofos espiritualistas, escépticos o materialistas, entre los que se incluyen teólogos de distintos credos y fetichistas de infinidad de sectas, no han ido más allá de especular con la realidad de la muerte, tan contundente como misteriosa. La ciencia médica, con los avances tecnológicos de que dispone, lucha por mantener vivos a los pacientes, que se aferran a la posibilidad de que se encuentre la cura definitiva a sus males, por lo que se someten a tratamientos dolorosos atenidos a que “la esperanza es lo último que se pierde”, estimulados por anuncios de descubrimientos y estadísticas de resultados que los mantienen vivos, pese a circunstancias dolorosas, degradantes y lesivas de la dignidad. A lo que contribuyen las personas cercanas a sus afectos, que no aceptan que el ser querido muera, así sobreviva pegado de un hilo de existencia sostenido artificialmente.
Nadie está en condiciones de meterse en el cuerpo y en la mente de otras personas para entender sus razones para querer vivir, así sea precariamente, o para querer morir, inclusive cuando físicamente están bien, pero espiritual o mentalmente destrozadas. Otra circunstancia distinta es la de quienes luchan por la vida porque apenas comienzan a recorrerla y tienen sembrados de sueños los caminos, apegados a hijos aún niños, a hogares que apenas construyen y a proyectos laborales en desarrollo, que no quieren abandonar. Pero no es fácil entender que ancianos cuya supervivencia depende de consumir medicamentos de variados tamaños y colores, para aliviar múltiples patologías; o de estar conectados a sofisticados aparatos, cada que aparece el médico le rueguen que no los deje morir.
Los poetas, a su manera, con la facilidad que ofrecen las palabras para resolver misterios y solucionar grandes males sin necesidad de sofisticadas alquimias ni de discursos espiritualistas, más ilusorios que realistas, aceptan que “algo se muere en mí todos los días” *. Inclusive, ante lo irremediable, cuando la vida no es un lecho de rosas y los años tallan, protestan: “…todo nos llega tarde, hasta la muerte” *. El sacerdote y poeta español José Luis Martín Descalzo aceptó la inminencia de su muerte diciendo: “Morir solo es morir. Morir se acaba. / Morir es una higuera fugitiva, / es cruzar una puerta a la deriva / y encontrar lo que tanto se buscaba”. Y Baudilio Montoya simplemente declaró: “…estoy listo, Señor, cuando Tú quieras”.
* Julio Flórez, poeta colombiano.
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