Es imposible aspirar a vivir en un mundo en paz, cuando un instinto perverso induce a muchos a persistir en atacar a otros, aun después de superadas las circunstancias que los confrontaron; inclusive cuando una de las partes ya es pasajero de la eternidad. Por encima de armisticios, acuerdos de paz y reconciliaciones persisten resentimientos que algunos espíritus rencorosos son incapaces de superar. En el caso de los Estados, en los que intervienen actores políticos, de contiendas y batallas quedan rescoldos sobre los que siempre habrá quien sople para reavivar las llamas. Así, las heridas nunca se cierran, las cicatrices no se borran y las venganzas persisten.
Las reseñas históricas que carecen de objetividad, o son mentirosas, se encargan de que el desarme de los espíritus no sea posible y las enemistades se hereden. Los ejemplos cunden a lo largo de la historia, que tratan de conflictos fronterizos, discrepancias religiosas, intereses de poder, desavenencias económicas y disputas políticas, que han mantenido al mundo en ascuas, destruyéndose los humanos entre sí y arrasando lo que han construido, para, después de treguas solemnemente pactadas, abrazarse, reconstruir lo arrasado; y poco tiempo después, cuando los actores en el liderazgo han cambiado, vuelve y juegan la guerra, la destrucción, la reconciliación y la restauración, siempre con argumentos y motivaciones nuevos que las justifiquen.
Llama la atención que el maravilloso y sorprendente avance cultural y tecnológico de la humanidad no haya superado lo antes descrito y que la mezquindad prevalezca sobre la nobleza, la generosidad y la solidaridad contenidas en los discursos de los aspirantes a gobernar y en las lecciones morales proclamadas por jerarcas religiosos y filósofos, depositarios de los principios éticos. Por el contrario, la dinámica de las comunicaciones, administrada por actores ávidos de protagonismo y necesitados de audiencia para financiar los espacios que ocupan en las redes, se inclina por el sensacionalismo, que cautiva más oyentes, lectores y televidentes que otros temas nobles y edificantes.
Un espacio periodístico, que se lanzó hace poco en Colombia con muy buenos augurios, se dejó picar del amarillismo. En reciente edición difundió el “descubrimiento” de un veterano periodista, que pisotea con “revelaciones” infames la memoria del presidente Virgilio Barco Vargas (1986-1990), fallecido hace 24 años. La fuente la cubre con el manto del anonimato. Ese periodismo negativo, de ancianos reencauchados, impide construir el futuro anhelado. Es como pretender levantar rascacielos con esterilla de guadua y cagajón.
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