Pocas ideas despiertan tantas pasiones, consumen tantas energías, provocan tantas controversias, y tienen tanto impacto en todo lo que los seres humanos valoran como la idea de justicia. Se invoca la justicia en muchas situaciones de la vida cotidiana, se apela a ella en muchos contextos religiosos, éticos, personales y morales. Por cierto ella ocupa un lugar privilegiado en el discurso jurídico de jueces y abogados, en la aplicación e invocación del Derecho. Pero podría alguien definir ¿Qué es la Justicia?, ¿Una aspiración? ¿Un principio? ¿Un valor? ¿Una virtud? ¿Una cualidad? ¿El medio entre dos extremos? ¿El resultado de un juicio? ¿Un ideal racional? ¿Lo que dicen los jueces en sus sentencias?
Pueden ensayarse estas y muchas otras respuestas en procura de desvelar esta incógnita. Sin embargo, la preocupación de los ciudadanos colombianos se centra hoy en unos actos de “corrupción”, que emergen de las relaciones interpersonales en el sistema judicial y que al unísono con los medios de comunicación han dado en llamar “La corrupción de la justicia”, el “Cartel de la Toga”. Aquí vale la pena aclarar lo siguiente: una cosa es que unos “magistrados”, que unos “abogados” -quienes entre otras cosas todavía no han sido declarados culpables-, hayan vendido sus conciencias, y otra bien distinta es que se haya corrompido la justicia.
Y es que en la historia de nuestra vida republicana, nuestros magistrados y jueces de verdad, han demostrado que sus decisiones, que sus sentencias, han sido fruto de un juicio justo, de un “Juicio de Justicia”. Invocar la justicia para descalificar el sistema judicial, fundado ahora en verdades ofrecidas por delatores conversos; es decir, delincuentes venidos a más como testigos de cargo, es acudir a una especie de emotivismo rampante, de pragmatismo sin principios, que confunde las formulaciones lingüísticas, con el concepto de justicia.
El escenario es lamentable y deshonroso, pero ello no significa que la corrupción haya permeado la justicia, ni se haya enquistado en ella. ¡No! Si fallaron los principios éticos, morales e intersubjetivos que determinan directamente la manera como se debe actuar, si falla la relación entre juez o magistrado y la Administración de Justicia, ello no quiere decir que en Colombia no hay justicia o que la corrupción se tomó la justicia.
Durante estos ya treinta años de ejercicio profesional, puedo decir sin sonrojarme que cuando los jueces me dieron la razón era porque la tenía, y cuando me la negaron era porque no me acompañaba. Ante este estado de cosas, lo que está pendiente es la discusión y el análisis del modelo económico que se impuso hace rato sobre el modelo político y social, establecer su impacto sobre la justicia, el Derecho y las instituciones sociales en general.
Todo por cuanto de un modelo económico impuesto a una sociedad consumista, elitista y arribista donde el fin (dinero), justifica los medios (todo vale), no se puede esperar nada distinto a que los codiciosos no diferencien “El poder legítimamente ejercido, del ejercido por una banda de ladrones”. La corrupción es, pues, un fenómeno creciente, una verdadera “contracultura”, cuya aparición, formación y desarrollo presenta las más diversas expresiones, y a la cual no se sustrae ninguna de las sociedades posmodernas.
“La corrupción no es una mera contradicción con la legalidad vigente, susceptible de ser vigilada por unas instancias de control administrativas o judiciales que se resistan al soborno. Se trata, ante todo, de una fenomenología; de una auténtica contracultura que se filtra en el tejido social, empapando el juego de relaciones entre los individuos que la integran -servidores públicos y administrados-, vinculada fundamentalmente a una preocupante falta de compromiso ciudadano”.
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