El bochornoso espectáculo que se ha dado en el Congreso de la República durante las últimas semanas no puede ser más lamentable ni deplorable. Las objeciones presidenciales a la ley estatutaria que reglamenta la Justicia Especial para la Paz, han puesto en evidencia nuevamente la polarización que vive Colombia y las verdaderas intenciones de los protagonistas políticos nacionales.
Se ha acudido a todas las argucias, a todos los insultos, a las perores amenazas y a las más bajas trapisondas para tratar de hundir en el Senado de la República los reparos que, dentro de su fuero constitucional, el presidente Duque ha presentado a dicha ley. Y se han escuchado argumentos y posiciones tan ilógicas de quienes defienden aspectos del proceso de paz que son claramente lesivos para nuestra institucionalidad, que crean resquemor en el ciudadano del común, y sospechas en el resto del mundo.
El Fiscal General de la Nación ha advertido que la aprobación de la ley, tal y como salió de las cámaras, daría paso, entre otras cosas, a ponerle fin a la extradición no solo de los narcoterroristas farianos, sino de narcotraficantes que hoy hacen cola para acogerse a los beneficios que les podría otorgar el nuevo tribunal y que, dados los antecedentes y las claras muestras de parcialidad, corrupción, y descaro que ha predominado en la JEP, no sería raro que se diera en muy corto tiempo.
Esto parece un déjà vu. Lo vivido hoy en el Congreso ya lo habíamos presenciado en los últimos días del proceso constituyente que dio origen a la Constitución de 1991 y que sirvió para impedir la extradición de los narcos colombianos y su inmediata entrega a las autoridades, para pasar a vivir en paraísos personales donde operaban nuevas cláusulas tácitas y ocultas para cubrir los desmanes de esos delincuentes. Ya las Farc tienen garantizada su impunidad y la JEP ha sido su instrumento más efectivo para lograrla. Prueba de ello es la dilación en un proceso tan simple como el de Santrich, quien ya debería estar purgando su condena en Estados Unidos pero, gracias a su tribunal, permanece en Colombia en condiciones privilegiadas. Y estamos ad portas de ampliar esos beneficios para los demás narcoterroristas que quieran acogerse a esa misma JEP, lo que daría lugar a la mayor tragedia jurídica y moral del país.
¡Y eso es lo que se define en este momento en el Senado!: La impunidad con el narcoterrorismo o la posibilidad de extradición para quienes siguen en ese negocio criminal y se tengan que someter a la justicia ordinaria. Y por eso también la dificultad para lograr un consenso racional dentro del Congreso, pues pasamos de unos parlamentarios engrasados durante los últimos ocho años con la mermelada santista, a esos mismos parlamentarios ya sin prebendas otorgadas por el Gobierno, pero temerosos de las consecuencias de aprobar alguna medida que perjudique a sus nuevos socios que, haciendo uso de millones ensangrentados, suplieron la mermelada del pasado y exigen con violencia el cumplimiento de sus inversiones.
Es decir, en todo este proceso hay razones más profundas, riesgosas, peligrosas y mortales que las del trámite de cualquier proyecto ordinario. En este proceso hay intereses de personas y grupos sanguinarios como las Farc, el Eln, la izquierda radical y demás personajes que se saben delincuentes, se saben condenables, se saben extraditables y se saben vulnerables, y tienen ya un pacto de impunidad con la JEP, y por eso hacen presencia masiva en el Congreso mientras se discute la ley, y utilizan toda su artillería para tratar de componer las mayorías que les garantice lograr su cometido.
En el momento de escribir esta columna esas decisiones no se habían tomado aún en el Senado. Pero por las posiciones tan absurdas como las del senador Barreras, que trata de torcerle el pescuezo a unas cifras matemáticas incuestionables, parece indicar que este va a ser un trámite que dejará más incertidumbre, rompimientos, odios, animadversión y polarización en este pobre país. ¡Ojalá esté equivocado!.
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