Seguramente la reconstrucción de Notre Dame suscitará encontradas y muy diversas polémicas acerca de cómo debe emprenderse la reparación de una obra que la humanidad se ha reservado para sí.
La decisión de construirla en la ya lejana Edad Media, no obedeció en todo a una planimetría establecida de antemano, los avances técnicos, o de ingeniería, muchos de ellos nacidos a solicitud de la obra, se iban incorporando al edificio en su afán de mantener su compromiso con la historia y el tiempo.
Logros y frustraciones, sentimientos de asombro, y la responsabilidad de saberse artífices de una obra destinada a la “eternidad”, los llevó a desafiar, cuantas veces fue necesario, la ley de la gravedad, y a superar día a día la sabiduría conocida hasta el momento.
También el sudor, la fatiga y la muerte, la alegría y el estupor dejaron sus huellas entre los intersticios de las piedras o en el plomo que fijaba los cristales de sus vitrales multicolores.
Habrá quienes abogarán porque el edificio se reconstruya tal cual se encontraba en los momentos que antecedieron al incendio, seguramente la numerosa documentación existente se propondrá como parte del guion que devolvería al edificio la grandiosidad “perdida”.
Cuando un músico interpreta, por ejemplo, una sonata para piano, no basta con que las notas pulsadas correspondan estrictamente a las contenidas en la partitura, se requiere que sepa transmitir el espíritu que subyace en lo profundo de la obra, en el alma del artista, de allí depende la calidad y la emoción que pueda despertar en los oyentes del hipotético concierto.
De igual manera, tratar de reconstruir Notre Dame dejando por fuera todas las emociones que acompañaron durante siglos a los “constructores de muros”, los pintores, carpinteros, albañiles y artesanos que invirtieron sus vidas o parte de ellas con la certeza de que no verían concluido el fruto de su trabajo, sería reducirla a un monumento vacío, y desconocer irresponsablemente la posta que durante siglos pasó de mano en mano para sortear nuevos retos y mantener el edificio siempre al día, siempre actual, siempre “moderno”.
Pasaría, a mi juicio, lo mismo del músico de quien hablábamos hace un momento, un calco perfecto, pero carente de vida.
Pienso que la manera más responsable de devolverle a Notre Dame el significado que la “mantiene” vigente, es trabajar con el tiempo en su forma pasada, retomando la posta con la misma osadía de los que modelaron uno de los testimonios más elocuentes de la historia del occidente cristiano.
El siglo XXI debe hacer su aporte con nuevos materiales, técnicas constructivas, estéticas de vanguardia en un perfecto diálogo con la armonía de sus espacios solemnes, una oportunidad “sin igual” de seguir escribiendo sin titubeos la historia del mundo.
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