Aprobado por el Concejo Municipal, el plan de reactivación económica propuesto por la administración del alcalde Carlos Mario Marín para paliar la crisis generada por el coronavirus, acusada por los estragos de un paro nacional, por ahora, de tiempo indefinido, se sigue la difícil tarea de llevarlo a la realidad.
Especial cuidado merecen los proyectos de equipamientos y espacio público que, además de estimular la economía, por su capacidad de generación de empleo, tienen por encargo ampliar la oferta, aún incipiente, de los escenarios públicos con la perspectiva suficiente que nos permita imaginar un futuro donde la inclusión sea sinónimo de la identidad urbana, máxime si se trata de una ciudad que aspira a ser un campus de la educación, la ciencia y la cultura.
Para ello es necesario que las obras a emprender tengan vocación de perennidad. Proyectos como la intervención anunciada del parque de Los Fundadores, donde entran en juego la ciudad tradicional y la construida a partir de la segunda mitad del siglo pasado, requieren de una cuidadosa “cirugía” urbana. Otro error, como el cometido cuando se interrumpió la continuidad de la carrera 23, sería imperdonable.
Carl Brunner, arquitecto y urbanista austriaco invitado a Colombia en el año de 1933 por Enrique Olaya Herrera para modernizar Bogotá, vino a Manizales a participar en la discusión del Plano Futuro de la Ciudad. Estimulado por la exuberante topografía, el refinamiento de su arquitectura y la belleza de sus parques, que no dudó en asociarlos con los de la Viena de la “belle epoque”, planteó una ambiciosa visión de la ciudad que expuso en el recinto del honorable Concejo Municipal el 3 de mayo de 1940.
De aquella visión y de sus parques solo quedan fragmentos, debido a esa torpe manera de entender el progreso que nos ha llevado a demoler edificios, despilfarrar el patrimonio y a empobrecer la calidad de casi todos nuestros espacios públicos. Atentamos “inconscientes” contra una cultura urbana que había tardado siglos, milenios sin duda, en llegar a nosotros.
El parque de los Fundadores, con pérgolas cubiertas de buganvillas sembradas en ánforas de formas voluptuosas, eróticas si se quiere, una “tierna” rueda de Chicago, ornamentado con palmas, árboles y flores, acogía por igual a los niños y a sus padres, a los enamorados, a los ancianos, a los extranjeros, sencillamente, había sido concebido como el lugar de todos. Cuando se llegaba del centro, que era la ciudad de entonces, sobrecogía encontrarse de frente con el Ruíz, Santa Isabel y El Cisne.
Excitaba a la curiosidad ver cómo se iba integrando a una alameda de árboles sembrados por un jardinero venido de la exótica China, que conducían a un mundo distinto. Atrás quedaba la ciudad de los colonizadores, construida de acuerdo con un modelo ajustado de las leyes de Indias, un plano urbano que semejaba el calco ampliado del tablero de ajedrez.
Hoy cruzan por allí simplemente los que necesitan hacerlo, transitan millares de estudiantes, el público que asiste al Festival de Teatro o a un concierto sinfónico y, sin embargo, no encuentran dónde compartir su emoción, dónde saborear el silencio, porque han sido desalojados como las aves, cuando el árbol donde anidan ha sido talado. Una intersección vial y nada más, la vida del “parque” se ha reducido a cruzarlo de afán.
Gracias a la iniciativa de intervenirlo, nos encontramos ante la oportunidad de recuperar su antiguo esplendor, ahí está la fuente barroca con sus “putti” desnudos, la estructura de un pozo, una casa moderna y un colegio histórico, además de un escenario espléndido que atrae cada año el mejor teatro del mundo, dos araucarias adolescentes, algunas palmas, por ahora solitarias y, la gente...
El lomo de la montaña con corredores paralelos por donde transita la mayor parte del transporte público y el privado, tienen la obligación de pasar por allí para encontrar su destino. Ellos hacen parte de los fragmentos que es necesario amalgamar para obtener un resultado que supere con creces los cuestionamientos que sobre la ciudad teníamos de tiempo atrás y, responder simultáneamente, a las enseñanzas que sobre la ciudad nos deja la pandemia.
Es tan delicado el asunto, que sería una irresponsabilidad dejarlo al arbitrio de los funcionarios de turno, que en la mayoría de los casos imponen el capricho de unos egos “sobrados”, carentes de la sensibilidad profesional que demandan obras como las que están en juego.
Propongo, en su defecto, un concurso de anteproyectos de arquitectura con alcance nacional. Huelga decir que la Catedral de Manizales es producto de uno de ellos, realizado en París en los años veinte del siglo pasado.
Una mala concepción del parque, ahora que se ha tomado la decisión de intervenirlo, obligaría a convivir con el error por un indefinido espacio de tiempo, eso ya lo hemos sufrido bastante.
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