Una coyuntura de crisis, sumada a una limitación de la libertad individual, es una peligrosa combinación en boca de los populistas, que posan hoy amenazantes de la estabilidad en algunas democracias. Son muchos los síntomas que prenden las alarmas en tiempos de pandemia sobre los serios riesgos que afrontan los derechos individuales y la pluralidad política en varios países del mundo.
El Estado Nación en su versión más clásica parece estar resurgiendo en detrimento de las organizaciones multilaterales y la integración internacional; presidencialismos soberbios andan aplastando las competencias de parlamentos, asambleas y congresos; democracias en apariencia sólidas acuden a la directa censura de los medios de comunicación y grupos de oposición; y en el tránsito de la vía del intervencionismo económico con ocasión de la crisis financiera, algunos gobiernos allanan la transformación de economías liberales a una progresiva sovietización de los medios de producción. Detrás de todo el variopinto cuadro de males que están emergiendo para las democracias modernas, es evidente la presencia de la figura del populista.
Conviene situarse cronológicamente en los años comprendidos entre 1918 y 1930, lo que permitirá advertir en un escenario histórico de crisis, como las fuerzas políticas y económicas fueron tolerantes con la anulación de las libertades individuales y con la consolidación de Estados autoritarios, los cuales fueron animados por el aliento de masas apasionadas y fantasías mesiánicas, decantándose lo inevitable, otra y más profunda crisis de la humanidad: La Segunda Guerra Mundial.
En paralelo a la descripción anterior, plantarse en muchos lugares del llamado Occidente entre 1945 y 1955, muestra una década de aprendizaje, reconstrucción y afirmación de gobiernos democráticos, siendo este un periodo de optimismo y prosperidad mundial, época que fue propicia para el crecimiento de los indicadores de natalidad en todo el orbe. Dos crisis, dos respuestas distintas con resultados contundentes en los relatos de nuestra humanidad.
A modo de advertencia sobre el contundente legado de la historia de las crisis, señalaban recientemente en un espacio de opinión de un medio español, que una revolución puede hacerse en 24 horas, pero que la construcción y consolidación de instituciones es asunto que puede tardar décadas, incluso siglos. El populismo es un peligro real dispuesto para aprovechar el estado anímico colectivo, azuzando revoluciones, el inmediatismo les instruye y las bases de muchas instituciones democráticas son su objetivo a desmantelar.
Son variadas formas que toman las voces que quieren tomar rostro de redentoras y salvadoras en estas crisis, arengan unas veces sembrando odios de clases o razas, otras tantas hacen usufructo de las emergencias para apuntar fulminantemente contra el pasado, y en todas sus formas les resulta un auténtico estorbo la existencia de un sistema político y económico donde concurran los frenos y contrapesos.
Están los populistas al acecho, conocen de las crisis y es deber del demócrata estar alerta, los resultados de los acontecimientos durante las coyunturas están perfilados por el peso de la historia como bien lo indican los profesores Robinson y Acemoglu.
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