El poder, aventura caprichosa y enfermedad cegadora para quienes la padecen, logra ofertar para el público de ocasión un alucinante espectáculo; para los fanáticos, es una inyección de adrenalina que excita hasta el paroxismo; y para los aduladores, es la migaja que siempre estarán dispuestos a recoger del suelo en su voraz apetito. La literatura, como espectadora no imparcial de los hechos humanos, se ha nutrido con especial vigor de ricas fuentes narrativas derivadas de las vidas de personajes que han detentado alguna posición de poder político en la historia; Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, Tirano Banderas de Ramón Valle-Inclán o El Otoño del Patriarca de Gabriel Garcia Márquez, son algunas de las obras sublimes en las letras hispanoamericanas que retratan la contextura patológica de los déspotas que han emergido en estos territorios tan fecundos en formas de tiranía, dotando de un universo amplio de historias y protagonistas nuestras lecturas y asombro.
El autócrata, al igual que sus émulos en las débiles democracias, pueden tener muy diversos orígenes, desde personas forjadas en las más duras inclemencias sociales, hasta privilegiados seres que no han padecido las carencias de la vida. No existe regla, sin embargo, la megalomanía, la perversa idea de una misión divina encarnada en ellos, los une como un prototipo humano común. Son vanidosos, demandan reconocimiento constante a lo que ellos llaman sus “gestas históricas”; posan de señores del presente y el futuro, negando cualquier bondad que pudiese ser heredada del pasado o sus antecesores. La sociedad aparece como deudora ante ellos. No les interesa rodearse de personas pensantes y con criterio, entre más serviles más deseables en su entorno. Poseen un temperamento rabioso, colérico, usan la histeria, el matoneo y la amenaza contra sus colaboradores inmediatos, de quienes creen tener algún título de propiedad. Son muchas veces excéntricos y grotescos exhibicionistas del poder que detentan.
Las historias de algunos célebres dictadores son piezas únicas de una realidad que supera con creces los alcances de la ficción, de allí las prodigiosas obras de literatura y del cine que han visto la luz por cuenta de esta fuente riquísima en absurdos. Cuentan del Dictador ugandés Idi Amin Dada, que escribía correspondencia a la Reina de Inglaterra endilgándose el título de: “Su Excelencia, el presidente vitalicio, Mariscal de campo alhaji, Doctor Señor de todas las bestias de la tierra y peces del mar y Conquistador del Imperio Británico en África en general y en Uganda en particular”; por su parte, Saparmurat Nyyazow, quien gobernó Turkmenistán con mano de hierro, realizó unas elecciones donde ganó con un 99,9% de los votos la presidencia de ese país euroasiático; y aquí, en el trópico, Rafael Leónidas Trujillo, inmortalizado en La Fiesta del Chivo por el Nobel peruano Mario Vargas Llosa, reclamaba a sus lugartenientes el derecho sobre la virginidad de sus hijas quinceañeras que hubiesen caído en su depravada mirada de “Generalísimo”. El anecdotario es largo, increíble y, sin dudas, un espejo de los alcances del ser humano cuando es poseído por ese demonio que es el poder sin límites.
Sin los excesos de los sátrapas africanos o de las calenturas tropicales de los generales caribeños, las fiebres desatadas por la idea de un poder que atiende a una misión mesiánica han logrado atrapar a miles en la política comarcal de nuestro país. No tienen los títulos rimbombantes que se profería a sí mismo Idi Amín, son solo alcaldes o gobernadores, concejales o diputados, representantes a la Cámara o senadores, pero los debemos soportar cada tanto con su soberbia y la creencia profética de un porvenir basados en sus augustas interpretaciones sobre nuestro destino colectivo.
Los sufrimos circenses, grabando en todo momento con una cámara sus fatigas, sus anhelos, sus triunfos, sus tragedias, sus hazañas; ya no usan vallas y carteles para rendir culto a su imagen en la vía pública, se despliegan en las redes sociales teatralmente saturándonos de sus impostadas sonrisas; no escatiman esfuerzos para alimentar su vanidad haciendo uso de la nómina oficial para el pago de comunicadores sociales y periodistas; orientan el gasto público para los contratos de publicidad los cuales logran disfrazar de reportajes en medios de amplia circulación nacional ¿Cuándo nos cuesta tanto narcisismo? A sus señorías, los pequeños tiranos, los invade la necesidad constante de encajar en determinados círculos sociales de los territorios donde ejercen su influencia, en el argot popular se diría que aspiran a un “blancaje social”, se les ve urgidos de reconocimiento público. Los pequeños tiranos son inflamables con facilidad. Su ego es gasolina pura que no soporta la cercanía de un argumento que interpele a sus visiones dotadas de verdad universal, su única verdad. Son capaces de jugar a señores de la vida, son capaces de usar sus influencias para enfilarse como prioritarios ante sus conciudadanos priorizados en los servicios públicos como la salud. No hay secretos.
Muy pocos en el ajedrez del poder son capaces de resistirse a la tentación de los excesos que ofrece el detentar un cargo con autoridad. La humildad y la ponderación son dones escasos en quienes acceden a la dirigencia política en nuestros territorios. Los fanáticos y los aduladores, que sirven de soporte a nuestros pequeños tiranos, avivan el ardor del fuego de la vanidad que los consume lentamente, pero olvidan su condición perenne, su carácter de pasajeros en la senda de los tiempos. Serán anécdota de sus excesos y deudores de sus escaseces.
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