Si no son todas, una gran cantidad de mujeres de diversas edades que viven en la ciudad, habrán vivido, como yo, la experiencia de ir caminando tranquilas por la calle, o estar sentadas en medio de una reunión de trabajo, o en una charla con las amigas en una cafetería, y recibir, de repente, y en la mayoría de los casos, una serie de palabras y miradas ofensivas sobre nuestros cuerpos, de parte de uno, o de varios hombres que creen que tienen el derecho de acosarnos. Algunas veces, las palabras no son vulgares, sin embargo, no dejan de ser un comportamiento agresivo que pone de manifiesto la idea de que para ellos, las mujeres somos un objeto a disposición para su consumo, acumulación, intercambio o desecho.
El pensamiento y lenguaje machista nombra a este comportamiento como “piropo” haciéndolo parecer una forma jocosa de admirar o resaltar la belleza de las mujeres.
Pero, ¿por qué en nuestra sociedad es considerado y tolerado el supuesto “piropo” como una forma de resaltar la belleza de las mujeres? ¿Cómo ha sido posible que por generaciones, el hecho de que alguien con quién no se tiene ningún vínculo de confianza irrumpa en nuestra intimidad, sin nuestro consentimiento, para referirse, casi siempre, de forma grotesca, a partes de nuestro cuerpo como la boca, los senos, la vagina o las caderas, y que, además, de ser considerado “normal” dicho acto, se crea, o que a las mujeres nos gusta, o que es nuestra culpa por estar en un sitio no adecuado para nosotras, a una hora no indicada; por ir vestidas de forma “inapropiada”, o por ser “coquetas”?
Pues bien, este vil acto de acoso cotidiano, es posible debido a que nuestra sociedad se ha organizado como un sistema patriarcal que considera a los hombres varones como seres superiores moral, cognitiva y físicamente, o sea, medida de todas cosas; y a las mujeres las asume como seres dependientes, inmaduros e inferiores moral, cognitiva y físicamente, es decir, complementos para que los varones puedan desplegar sus necesidades y capacidades. Bajo esta consideración se ha configurado una cultura machista que pone al varón como centro de todas las relaciones, habilitándolo para tener todo lo que desee. Desde que nace, este sistema le otorga a los varones múltiples privilegios, mientras que, a la mujer le asigna subordinaciones de todo tipo.
Por ejemplo, desde su primera infancia, en una crianza machista que es casi imperceptible para todos nosotros, y se reproduce, tanto en las familias y las escuelas, como en las iglesias, los medios de comunicación y las redes sociales, se le enseña a los niños varones que como machos pueden disponer de más tiempo para hacer sus cosas, porque no tiene ocuparse de los trabajos de cuidado que se hacen en la casa tales como barrer, cocinar y planchar, ya que son obligación de las mujeres. También se les enseña el privilegio de habitar los espacios públicos y de participar activamente en diferentes actividades. Mientras a las niñas difícilmente las dejan salir a jugar en el espacio de la calle o a prácticas deportes, los niños, muchas veces, o no tienen que pedir permiso, o los dejan quedar hasta altas horas en la calle sin mucha vigilancia, porque se asume que pertenecen naturalmente a ese ámbito. Además, los niños varones fácilmente pueden quitarse la camisa en la calle, caminar en ropa interior y orinar en un parque, cosa que no pasa con las niñas.
Por otra parte, se les repite a los niños que no deben llorar, ni jugar con muñecas o vestirse de colores claros, porque lo que deben hacer es jugar con carros, practicar deportes rudos donde demuestren habilidad y fuerza. Y además, desde temprana edad la publicidad les refuerza la idea que deben ser depredadores sexuales como testimonio de su hombría; que las mujeres son trofeos que deben disputar y presumir con otros hombres. Mientras que a las niñas se les enseña que deben vestirse sin provocar a los hombres, sin enseñar partes de su cuerpo, que tienen que sentarse siempre con las piernas cerradas, y que deben ser prudentes, cordiales, sumisas, responsables. Con todos estos mandatos y privilegios los varones crecen asumiendo que acosarnos sexualmente es un comportamiento que legítimamente les corresponde ejercer. Por ello, muchos de ellos jamás piensan que las palabras y miradas violentas que nos lanzan, nos hacen sentir miedo, vergüenza, incomodidad y frustración. Y cuando alguna de nosotras se atreve a reclamarles, entonces se enojan porque no entienden que su privilegio de macho pasa sobre nuestros derechos, y que el problema no es el tamaño de nuestra faldas, sino el machismo que ellos practican, el acoso que cometen.
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