Después de lo experimentado por los habitantes de la tierra, durante el tiempo que la pandemia de covid-19 afectó al hombre en todo su entorno, se generó el colapso en todas las estructuras vinculadas a la sociedad y quedó la sensación del respeto por todo lo que atente contra la vida, la solidaridad en ciertas franjas poblacionales marginadas, la diferencia en los ciudadanos tercermundistas, la muerte implacable con privilegios para escoger donde golpear sin importar edad, sexo, nacionalidad, cargo y situación económica. En una maratónica carrera, científicos, autoridades de la salud, multinacionales productoras y comercializadoras de medicamentos, luchan por encontrar la solución.
De esta manera comenzaro a llegar la calma y a aparecer los estragos causados por este fenómeno en el mundo global; creímos que la humanidad había aprendido a sentir sensibilidad ante la vida, respeto por la existencia de los congéneres, al tener los elementos necesarios para habitar cada pedazo de suelo, de una manera digna; comprendimos cómo para la muerte, todos somos iguales. Sin embargo, aparece el conflicto entre Rusia y Ucrania donde dedujimos que el valor por la vida, lo superan las decisiones políticas. La destrucción, barbarie, matoneo y el alarde de superioridad, están por encima de las consideraciones y el respeto humano. Los organismos y la comunidad internacional, inertes ante la masacre dada a conocer por los medios de comunicación.
Como jugando monopolio, pretenden convencer con bloqueos comerciales a un lunático quien solo busca afianzar su poder por fuera de las fronteras y demostrar su armamento militar. Nos causa asombro lo que pasa en el mundo, cuando no miramos lo que estamos viviendo en nuestro país; el nivel de confrontación y un índice de agresividad desbordada, de moda en la actual política; las campañas presidenciales sin argumentos, pues prima la acusación crítica y el desprestigio del contrincante.
En grupos étnicos y de representación social, en el periodismo donde la pérdida de objetividad y de imparcialidad desdibuja el antiguo y bello oficio de informar; en los hogares, escuelas, colegios y universidades permeados por la intolerancia, con manifestaciones cada día menos respetuosas de convivencia, el uso de plataformas virtuales como mecanismo de desinformar, desprestigiar y agredir al prójimo. En Colombia ser menor de edad o mujer, es una condición de alto riesgo y ser abusador o violador, es una clasificación delictiva de reconocida reputación.
El feminicidio es noticia diaria en los medios periodísticos; las marchas, los llamados paros pacíficos y armados, son declaratoria de guerra donde los afectados hacen parte de las comunidades de las zonas en conflicto. Se cambió el trompo, la golosa, las canicas, el balero, los balones, las cometas de ayer, por el insulto, la burla, el empujón y el golpe, la intimidación, la agresión como arsenal del nuevo bullying escolar.
Estamos en mora de cambiar de actitud. Revisada la historia de Colombia, encontramos unos episodios imposibles de repetir dentro de una comunidad civilizada. Sin lograr la armonía en la conciencia ciudadana, la disposición a deponer los odios y una verdadera intención de volver a ser sensibles ante el futuro de nuestro país, no encontraremos el camino que nos conduzca a un futuro mas próspero.
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