Hay sociedades, por ejemplo Afganistán, en donde protegen o amparan más al adulto mayor que al niño, anteponen la experiencia y la sabiduría a la expectativa. Tal modo de pensar era más propio de la antigüedad, cuando la vida de los habitantes era más precaria y corta. Entre nosotros, incluso, hubo generaciones en las que el trabajo conjunto se imponía. Tengo gratos recuerdos de mis abuelos paternos. Vivían en una vieja casona de dos plantas en Supía, tuvieron muchos hijos de los cuales se criaron 11 y los que no vivían con ellos tenían su habitación alrededor. A las 5:00 p.m. mi abuelo se plantaba en la esquina de la calle y carrera en donde estaba su casa y gritaba: “Nos vamos” y todos los nietos salíamos de paseo a unas mangas al otro lado de la quebrada “Guamal” a correr, gritar y jugar.
Mis abuelos murieron ya viejos rodeados de su familia y no fue un caso aislado, esa era la cultura de ese momento. El trabajo fuera o lejos de casa, de los hombres primero, pero también luego de las mujeres que se capacitaron, más los requerimientos de la vida moderna, obligaron a conseguir quien cuidara de los ancianos e incluso de los niños de quienes se ocupaban antes los abuelos. Para los hijos la solución la dieron, la educación temprana, los albergues, escuelas y colegios, que los tienen y/o educan cada día.
Para los ancianos la solución fue más radical, se llevaron a residencias, hogares o asilos donde los atienden todo el tiempo. Lo triste es que muchas veces, no tienen tiempo para visitarlos, o simplemente se olvidan de ellos. En esos hogares los encontró la pandemia. Luis Ventoso, columnista de ABC en artículo del 30/07/20 denuncia: “En España menos del 1% de los ancianos fueron reclamados por sus familias para cuidarlos durante la pandemia… muchas veces por necesidad, pero también desapego y miedo”. Recuerda que el papa Francisco llama a esta actitud “la cultura del descarte”. Esta cultura hace que los albergues, de distinta categoría, pululen. El coronavirus entró en ellos como un vendaval y barrió y, puesto que son los que presentan mayor mortalidad, de allí salieron los cadáveres por puñados en entierros colectivos.
Desde luego que existe diferencia con los “ancianatos” de pobres, donde se da albergue a los ancianos de la calle, mantenidos por almas caritativas que recogen dádivas y buscan toda clase de ayudas para asistir a viejos o incapacitados menesterosos. El hermano Andrés se las ingenia para mantener limpio y cómodo el hogar “San Francisco”, cuidar y alimentar un grupo numeroso de ancianos y mantenerlos aliviados. Periódicamente hace rifas y recibe el aporte de ganaderos y agricultores que le ayudan con los plátanos, verduras y alguna res para procurar la alimentación. Tiene un arreglo con una funeraria cercana para el entierro de los viejitos que fallecen y ha logrado evitar contagios.
Existen también, y cada día en mayor número, las residencias por pago con todas las categorías que ofrecen habitaciones separadas, alimentación, acompañamiento permanente, servicio de enfermeras o enfermeros (tengo en este asunto un problema, porque también hay ancianas que no mencioné antes porque las entendí incluidas en el término ancianos, y sin embargo no entiendo incluidos los enfermeros cuando menciono enfermeras, seguramente me tildarán de machista). Con ellos se logra que las parejas modernas puedan ejercer su profesión o lograr un trabajo con el cual ampliar su capacidad patrimonial y mejorar su calidad de vida y, al tiempo, muchas veces, darles a los abuelos una mejor atención y bienestar en compañía de personas en igual condición. Por desgracia también, a que se olviden de ellos.
Terminaré cansando a mis escasos lectores escribiendo acerca de la edad, la vejez y el peligro que nos acecha, pues según lo advierten los científicos y lo corroboraron después las estadísticas, los mayores de 70 (yo cumplí 79 en plena pandemia) somos más propensos a morir si contraemos la covid. Encuentro que he perdido a mis abuelos, a mi padre, a mi madre, a mis tíos (a todos, y eran 13) y a muchos de mis amigos. Por suerte he agregado algunos en las tertulias en las que juzgamos el presente y, como no, rememoramos el pasado.
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