Como lo dijo el jefe de la delegación de la Cruz Roja, Christoph Harnisch: “Yo no conozco un solo país en donde hay conflictos que no haya afrontado polarización de las fuerzas políticas. Para mí como observador extranjero la cosa más normal es que las haya; la pregunta es sobre cómo llega la paz, es la pregunta que origina más polarización. En todas partes. No es posible que todo mundo tenga la misma visión sobre la forma de llegar a la paz total. Esta polarización después de tantos años de guerra, me parece normal” (El Tiempo 21,07,2019).
La nuestra es manifiesta. Surgió desde el inicio de las conversaciones del proceso de paz entre el presidente y el grupo guerrillero Farc, cuando fueron surgiendo dudas acerca de lo ofrecido de entrada por el Gobierno y la percepción de que no se aceptarían modificaciones. La guerrilla sostenía que no se sometería a la justicia colombiana, que no pagarían pena de reclusión y que no entregarían las armas. A los críticos el presidente siempre contestaba que se sumen que aquí cabemos todos o algo parecido, pero diálogo con los que pensaban diferente nunca lo ofreció. Lo que se discutía y acordaba en La Habana se mostraba entonces como verdad revelada y así se fue configurando un universo en las que fueron aceptándose una a una las posiciones, por no decir exigencias, de las Farc e incluso algunas otras de las que solo conocimos cuando se hicieron públicas, que se entendían justificadas con la muletilla de que habría justicia, reparación y seguridad de no repetición, que resultaron un insulto porque para cada una de ellas se tenía una forma singular de presentación.
Como en toda negociación las definiciones se fueron decantando a favor de la parte más fuerte que, quien lo fuera a pensar de antemano, resultó ser el grupo guerrillero, pues con cese del fuego, en el paraíso de La Habana, no tenían afán alguno, mientras al presidente Santos lo presionaba llegar a tiempo para el Nobel de Paz. Cuando alguno de los ítem más álgidos, como el de la justicia, encontraron especial resistencia en los delegados del Gobierno el presidente enviaba comisiones especiales para agilizarlos y así hasta lograr el documento final. Llegados a este punto, ante la clara oposición de un grupo numeroso de colombianos, para investirse de una mayor legitimidad al presidente le pudo el orgullo, en todo caso la falsa seguridad de que lo ofrecido era lo que el pueblo quería, sometió el escrito al veredicto del pueblo mediante un plebiscito, que además se programó con todos los “amaños” para ganarlo.
El resultado a favor del No señaló radicalmente el rechazo al acuerdo, sus promotores fueron a Palacio a dar cuenta que no todo estaba perdido si se aceptaba incluir aquellas modificaciones que habían movilizado el rechazo, el presidente y sus delegados tomaron nota, dijeron ser sus voceros en el nuevo diálogo que se imponía con las Farc, maquillaron el acuerdo y firmaron uno nuevo que paradójicamente se llamó del “Teatro Colón”, esto es, lo que el vulgo llama “hacer conejo”. Por eso, como lo dice el constitucionalista Jaime Castro en “El Tiempo”: “…tenemos un ordenamiento jurídicamente válido pero políticamente ilegítimo, pues no cuenta con la aceptación, la confianza, la credibilidad ni el respaldo mayoritario de la opinión”. Los acuerdos deben cumplirse, como lo ha hecho el presidente Duque. Sin embargo, cada vez que, con razones bien expuestas, se aparta de lo acordado como es el caso de las excepciones al estatuto de la JEP, los llamados amigos de la paz protestan y se oponen sin más argumento que el cumplimiento riguroso, sin mirar las razones que se esgrimen.
Del otro lado, si bien es cierto que las Farc, especialmente la guerrillerada cumple, también se producen violaciones y faltan verdad, justicia (verdadera justicia) y reparación. “A toro pasado”, esto es con la desmovilización cumplida y en marcha su reinserción, habrá que buscar un nuevo acuerdo, esta vez entre quienes no hemos ejercido violencia. Como lo dijo el presidente Duque es preciso acabar con la falsa dicotomía de “amigos y enemigos de la paz”.
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