Dos principios deben regir la búsqueda de la excelencia en la administración de justicia: En primer lugar, la escogencia de los mejores para los cargos, esto es, deben ser los mejores tanto en conocimientos, como en pulcritud, honradez y honorabilidad, después, una buena administración; control y vigilancia para lograr que no se entronicen procedimientos y acciones que tuerzan el logro de una justicia rápida y efectiva.
Pues bien, mientras que, para la elección de jueces y magistrados de tribunal la escogencia está dispuesta mediante un examen real de méritos y su elección por el superior directo en la rama, esto es, por ejemplo en la justicia ordinaria, el Tribunal Superior para los jueces y por la Corte Suprema para los magistrados de tribunal, igual en lo contencioso y en la judicatura. El curso - concurso por el que se conformarán las listas de elegibles es un depurado y estricto “coladero”, recuerdo que cuando se inició el último, con el correspondiente examen de conocimientos y se publicaron los resultados la prensa nacional rajó la justicia, porque de 27.690 aspirantes solo clasificaron 1.341, el 4,84%, pero la rigurosidad se explica porque se trata de escoger los mejores: Los 1.371 que superaron el examen de conocimientos son los seleccionados para el curso - concurso en el que, durante algo más de seis meses debieron desarrollar el siguiente pensum: El curso concurso se aprueba con 800 puntos sobre 1.000 y con los aprobados se conforman las listas según los puntajes logrados. Reconforta saber que quienes aspiran a ser jueces en propiedad han recibido tal preparación y ofrecen tan cabal competencia, en la época anterior a los concursos los aspirantes solo presentaban una precaria hoja de vida.
Pero mientras a los aspirantes a jueces y magistrados de Tribunal Superior se les exige una prueba real de méritos, los aspirantes a las Altas Cortes demuestran sus méritos con la presentación de su hoja de vida, en las que caben muchas cosas, seguramente buenas y probadas, pero que en algunos casos no habilitan para juzgar. Cuando fungía como magistrado de la Sala Civil del Tribunal Superior de Manizales me concedieron un premio que me permitía estudiar un año en la institución educativa que escogiera, asistí pues como doctorando a la Universidad de Navarra en donde conocí a don Álvaro D’Ors, para la época el mejor romanista de habla hispana, a quien pedí me concediera al menos media hora para aclarar ciertos conceptos, hablamos cuatro horas; al final le pedí excusas por haberle distraído tanto tiempo, me contestó: “…por Dios don Jaime, yo he escrito varios libros, leído muchos más, he discutido, conceptuado, enseñado y algo he aprendido pero… jamás he resuelto un caso…he leído en su hoja de vida que usted ha sido juez por veinte años; he tenido el privilegio de hablar con quien por largo tiempo le ha dado vida al derecho, ustedes, don Jaime, los jueces, hacen realidad lo que nosotros enseñamos”. Jamás en mi vida, que ya se hace larga, me he sentido más halagado, pero a la vez compenetrado del valor de la investidura de juez. Lo dicho con tanta humildad por don Álvaro me puso además de manifiesto que una buena hoja de vida no siempre sirve para deducir de ella la competencia para ser juez, mucho menos para ser juez de jueces, se hace necesario que en la lista que se haga para cada vacante en las Altas Cortes se incluya al menos un aspirante que provenga de la carrera judicial. Como si fuera poco en la elección de magistrados de las Altas Cortes intervienen otros órganos. Cuando se discutía la Constitución que luego llamamos de 1991, la elección de magistrados se hacía por cooptación, sistema que nos dio muy buenas cortes incluida la que sacrificaron en la toma al palacio de justicia; pero que los constituyentes cambiaron por una especie de procedimiento mixto, en la que la propia Corte elige pero de listas que le entrega otro órgano, el Consejo Superior de la Judicatura, conformado por dos salas, la administrativa y la disciplinaria. Mientras que la primera se integra por magistrados que eligen las Altas Cortes, los de la disciplinaria lo son por el Congreso, esa participación política, vicia con otros intereses al Consejo de la Judicatura y con él a toda la rama judicial, puesto que este conforma las listas para la Corte Suprema y el Consejo de Estado.
Cuando la constituyente de 1991 buscó limpieza para la elección de fiscal y procurador pensó que la lograría con la participación de la Corte Suprema y del Consejo de Estado; ocurrió lo contrario, las Cortes se politizaron, por eso ahora vemos como resultado, la intervención indirecta de congresistas en la elección de magistrados y nombramientos de familiares de estos en los órganos de control. Este es el cambio que debe hacerse, pero para ello no se requiere un plebiscito, no hay que removerlo todo, bastan precisas y adecuadas leyes.
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