Somos una sociedad de emociones. Bueno, todas las sociedades lo son. Las narrativas que construyamos día tras día están impregnadas de amores, miedos, iras, simpatías, envidias… Hay emociones privadas y públicas. En estas aparecen las que tienen que ver con propósitos de Nación, de Estado: igualdad, equidad o sus contrarios; así como con las instituciones, los gobernantes, la geografía misma; con las percepciones sobre lo público, el bien común… Todas tienen consecuencias para el desarrollo y progreso de un país, o su propia destrucción.
A veces creemos que las sociedades que no son liberales o democráticas son las que requieren reflexionar mucho más sobre las emociones. Y si lo pensamos con un poco de atención, nos daremos cuenta de que en las nuestras, que consideramos democráticas, es fundamental pensar en emociones como la compasión ante, por ejemplo, la pérdida de la vida, o la indignación que nos produce el maltrato a las demás personas… Cualquier intención de procurar la construcción de una sociedad democrática tiene que buscar la forma de cultivar, de manera equilibrada, las emociones si se pretende sostenibilidad en el tiempo. Es necesario cultivar las emociones de la compasión, del amor y del respeto por la vida y por la naturaleza misma.
Ahora que estamos sufriendo y conviviendo con este virus que nos puso en jaque a todos, me parece indispensable pensar en el sostenimiento de un muy serio compromiso con la vida, un esfuerzo que debemos hacer, no todos, sino cada uno. Tristemente veo que en muchos parece haber una especie de estrechez en lo que se refiere al cuidado de los demás. Surgen, incluso, ideas narcisistas que hacen olvidar las necesidades de aquellos que no pertenecen a los mismos círculos sociales o familiares. Para contrarrestar esto, me parece que hay que considerar que el cultivo de las emociones juega un papel esencial, máxime si se tiene en cuenta que somos ciudadanos que debemos preservar un propósito común, un bien general.
Esta época no es fácil para nadie: ni para los ciudadanos, el sistema educativo, las empresas, los gobiernos, las instituciones, para nadie. El asunto es que nada podrá continuar como antes. Son millares de ciudadanos que no pueden -y no deben- seguir viviendo en un mundo injusto, ni desigual… La idea es no volver a la normalidad, porque justamente esa normalidad, quizás nos haya llevado a sufrir esta pandemia. Me parece que el mayor aprendizaje de esta crisis de salud pública debería servirnos para pensar en nuevas formas más altas de existencia y de solidaridad mutua, de mayor respeto, solidaridad y justicia. Las respuestas de este aprendizaje deben considerar la inclusión y la redistribución de la riqueza, y la consolidación de un sólido estado de bien-estar.
Seguimos confinados (claro, no nos gusta, pero qué tal que no lo estuviéramos), y en este tiempo las preguntas tendrían que ver con ¿cuáles han sido nuestros aprendizajes?, ¿qué pasará cuando se levanten del todo los confinamientos?, ¿cómo nos comportaremos después de los primeros abrazos que tanta falta nos hacen? Todas las respuestas que se den, no pueden olvidar que el “nuevo orden social” no aparecerá por obra de la magia, habrá que construirlo. Pero eso lo podremos hacer si nos seguimos cuidando y actuamos con la mayor sindéresis posible. Y si, además, le dedicamos tiempo a pensar el planeta. Es fundamental pensar en el daño que nos hace el consumismo desmedido y el creer que no hay límites para el crecimiento. Todo parece indicar que el Planeta está “al borde de un ataque de nervios.” No sucumbamos a esta crisis. Aprendamos de ella.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015