Me parece conveniente preguntar si la naturaleza de la política es la mentira, o, si quienes la ejercen están condenados a mentir, es decir, a engañar a los otros -o a sí mismos (mentir es un verbo reflexivo)-, en una clara expresión del rechazo de la verdad. Sea lo uno o lo otro, lo que veo claro en este corre-corre para la Presidencia de la República de Colombia, es que los aspirantes ofrecen amables y prometedores futuros, hasta el punto, incluso, de que uno se pregunta si realmente saben en qué país viven.
Cualquier día, algún candidato o candidata se levanta con una nueva ocurrencia, o mejor, con dos: por un lado, diseñar una estratagema para sacar del camino a los demás participantes; y, por el otro, programar otro viaje a un lugar en donde habrá incautos que le escuchen lo que se acaba de inventar, pero que, les dicen, eso les mejorará la vida. ¿Qué cosa les cambiará la vida por algo mejor? No se sabe, nadie entiende, pero recibe aplausos.
Bueno, no quiero aprovechar este espacio para relucir algunas de las muchas miserias que se ven durante las campañas partidistas. Mi acento lo quiero poner en algo del que no puedo dejar de asombrarme: en este país (en general en América Latina), hay una muy curiosa patología política: ¿Por qué cientos de miles de ciudadanos se ponen en contra de sus propios intereses, al apoyar (sobre todo con su voto) aquellas opciones políticas que representan solo intereses particulares y propios? En la época de amos y esclavos, éstos últimos más que pensar en ser libres, buscaban convertirse en amos. ¿Por qué cientos de miles de ciudadanos no reconocen su estado de mansedumbre y sus ganas cotidianas de suicidarse condenando a sus hijos y a los hijos de éstos a un futuro miserable? ¿Qué les impide descubrir cuándo les mienten con la máscara de una verdad elegante? ¿Por qué si se saben miserables no diferencian verdades de mentiras, tantas veces dichas?
Expongo dos hipótesis: una, que no tenemos los criterios para disociar una mentira de una no-mentira; dos, que los medios de comunicación (la plaza pública ya no existe, ahora el ágora son los medios) generan discursos poderosos, eficaces y eficientes, a través de los cuales los candidatos “demuestran” con sus discursos que la culpa siempre es del anterior gobierno. Se trata de un discurso dominante en donde la culpa la tiene el otro, y la razón el candidato actual.
Y mi propuesta es que los discursos políticos deben ser escuchados más despacio, sin afanes periodísticos ni mediáticos. Me parece muy difícil que en tres minutos, más otro minuto para réplica, que es como se manejan los foros en las campañas, se pueda conocer siquiera medianamente qué es lo que los candidatos quieren realmente. Las necesidades de los ciudadanos no pueden resolverse en espacios en donde, además, afloran con suma facilidad los discursos del odio; en donde las descalificaciones mutuas se convierten en el centro de las propuestas programáticas.
A veces se me antoja pensar que estos comportamientos son premeditados para que los ciudadanos no sepan cuál es realmente la verdad. Mienten diciendo verdades. Deliberadamente dicen cosas distintas de lo que tienen pensado con el propósito de confundir. Y a esto se le llama mentir. Ni más ni menos. Marco Tulio Cicerón, decía que “la verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio.” La pregunta, bien podría ser entonces, pensando en lo que dice este filósofo, jurista y orador romano, ¿por qué callamos cuando nos damos cuenta de que los futuros gobernantes nos mienten?
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