Por supuesto que la esperanza se puede perder una y otra y otra vez. Un montón de veces. Como bien lo dice el filósofo alemán Ernst Bloch “La vida está llena de sueños que no se hacen realidad.” Las viejas preguntas de quiénes somos, de dónde venimos, qué esperamos, qué nos depara la vida, que siguen vigentes y sin encontrar respuestas definitivas, forman parte de lo que somos como seres humanos, seres en constante construcción.
Pero al mismo tiempo, la promesa de un mundo mejor, con calidad de vida digna, con la consideración y respeto que la naturaleza se merece, se va difuminando, se aleja en la medida en que nos empeñamos en subvertir el lenguaje, los valores, la conciencia crítica y decente. Me da la sensación de que los emprendedores del odio, del resentimiento implementan herramientas para abalanzarse contra los que no les gustan. Nos encontramos en un momento histórico en el que imperan el miedo, la desesperanza, las violencias, las incertidumbres que son el pan de cada día. Es una época de aislamiento social, de exceso de información y de consumo. Las lecciones que aprendemos todos los días están llenas de odio, de demonización contra los más vulnerables; hay un malsano ataque a las ideas, al pensamiento distinto, contrario…
Me cuesta trabajo imaginarme un momento más urgente que el actual para hacer que la educación se vuelva un tema central de la política. Si queremos diseñar unas políticas públicas que sean capaces de estimular las sensibilidades, el pensamiento crítico, el desarrollo de una conciencia claramente histórica, el respeto por la palabra, la esperanza fundada, es fundamental, es de crucial importancia que nos tomemos muy en serio que la democracia y el respeto por una vida digna no pueden existir ni ser defendidas si no hay ciudadanos debidamente informados, que sepan qué hacer con el contenido de la información que reciben día tras día y que desarrollen un muy claro pensamiento crítico.
Como una manera de cultura política, creo que diseñar una pedagogía crítica podría proporcionar una esperanza fundada para imaginar el mundo desde distintas perspectivas, para reflexionar sobre lo que somos y hacemos con nosotros mismos y con los demás. Y esto no es otra cosa que pensar la educación inseparable de la ética; para decirlo con otras palabras, la educación debe pensarse desde la alteridad, desde lo muy humano que es cuidar al otro. Y esto es asumir la política con un alto sentido de responsabilidad y solidaridad social. Esto es sustantivamente muy importante en esta época en la que la amnesia y la desesperanza individual y colectiva han pasado a ser parte del paisaje local y nacional; una época en la que se ve la compasión, que es el fundamento de la vida cívica, con desprecio, por lo que ha ido desapareciendo de la vida pública; y a la empatía se la mira de manera similar a una patología conducida por intereses mercantiles.
Esa mirada puesta en la educación como inseparable de la ética, la pienso como el deseo, el anhelo de que el horror no tenga la última palabra. De ahí que la idea es entablar relaciones de cordialidad, de hospitalidad, de lealtad, de amor, de compasión, de solidaridad. No podemos seguir pensando que la esperanza fundada, que es la virtud de los tiempos difíciles y críticos, no tenga sentido.
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