Me vengo haciendo estas preguntas desde hace mucho tiempo: ¿por qué una persona piensa lo que piensa?, ¿por qué actúa de una manera o de otra? En la búsqueda de respuestas creo que para comprender por qué alguien es así, conviene no sacarla de su propio contexto, de sus propias ideas, de sus valores, de todas esas circunstancias que la llevan a ser como es y a adoptar un modo de vida particular, singular.
Hoy más que nunca –claro que esto no es nada nuevo– somos testigos de las múltiples manifestaciones, protestas, ideologías, creencias que terminan por mostrar el total desencanto de los ciudadanos por no poder alcanzar una vida digna y decente. Poco a poco, todas estas expresiones han obligado a los gobernantes, a las organizaciones y a los ciudadanos mismos a repensar el mundo en el que viven. Y creo que lo mejor que nos puede suceder frente a las incertidumbres que vivimos es el volverle a dar luz verde a unos principios éticos y morales que fundamenten las relaciones entre todos.
Es indispensable acabar con los fanatismos. Le leí alguna vez a Voltaire que “cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es incurable.” Los fanatismos y los fanáticos son corrosivos, peligrosos, enemigos de la libertad, del progreso de las sociedades; son responsables por los genocidios, las masacres, los asesinatos, las guerras, las violencias de todo tipo, las injusticias, las exclusiones y marginaciones. Ejemplos de esto muchísimos, cabe recordar las cruzadas, la Inquisición, el Holocausto nazi, los genocidios de múltiples etnias, todo esto alimenta los actos terroristas.
No puedo aceptar las violencias, ni las físicas ni las simbólicas. Necesitamos sentarnos a conversar. Es urgente recuperar el valor de la palabra como una herramienta sagrada para lograr entender y comprender a los demás en lo que son, en sus contextos, en sus propios espacios, con sus propias inseguridades y miedos. Nos urge superar el miedo. Y para esto tenemos que arriesgarnos; el riesgo nos ofrece infinitas posibilidades de ser mejores. Superar el miedo a través de las palabras es reconocer que somos distintos y que, justamente por esto, es factible crear cosas nuevas, nuevas relaciones, nuevas formas de mirarnos y de volver a creer en nosotros.
Para el efecto, reconocernos en las diferencias, valorarlas, consolidarlas son actitudes clave para afrontar las desesperanzas y desasosiegos que a todos nos envuelven. En medio de todo, volver a creer que la palabra es la mejor herramienta que tenemos para repensarnos. Los conflictos, bien lo decía Estanislao Zuleta, deben solucionarse de manera productiva e inteligente. Por eso estoy convencido de que conversar, es decir, girar alrededor de los intereses de los demás, nos puede ayudar a construir una mejor sociedad.
El respeto por la palabra y, en consecuencia, con lo que con ella se puede construir es posible rescatar la verdad y buscar caminos de reconciliación en esta sociedad tan nuestra.
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