Quiero sostener que cuando se habla de cambio y de transformación no se está refiriendo a lo mismo, no son equivalentes. Quizás el siguiente ejemplo me ayude a ser claro con lo que deseo afirmar en este espacio. Escuchamos, cada vez más, la palabra innovación, a tal punto que me parece que se ha convertido en un lugar común. Hoy todos hablamos con mucha facilidad de que hay que ser novedoso. Y creemos que todas las ideas que, al parecer, funcionen es porque allí hubo innovación.
Los expertos en estos temas, bien podría hablarse de innovación incremental y de innovación radical. Cuando se busca mejorar un producto y se le hace algún cambio, éste no produce ninguna afectación relevante en el tiempo; se hace a corto plazo y se puede reemplazar lo que se le hizo por otra cosa. A esto se le conoce como innovación incremental que, por supuesto, es importante. Pero si se producen alteraciones de algún producto o proceso y se piensa en el largo plazo, que sea durable, pues se habla de transformación radical. Así de sencillo. A simple vista, uno podría pensar que el cambio tiene que ver, la mayoría de las veces, con asuntos evolutivos, con algo que se llamaría la maduración biológica, una especie de tránsito hacia lo cotidiano. Pero la transformación, esto es, lo que se denominaría como innovación radical, necesita acciones informadas, diseñadas, intencionadas con un propósito común pensando, por ejemplo, social y culturalmente, en la construcción de horizontes de futuro.
Además de la Covid-19, que no hemos superado, las crisis ecológicas de escala planetaria, la amenaza latente de una guerra nuclear (a propósito de Ucrania vs. Rusia), la desigualdad social que sigue tocando el piso del fondo y la pobreza que cada vez se amplía a más sectores sociales, entre otras, son evidencias empíricas de que no cabe una mirada gatopardista, esa misma que nos recuerda la novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, El Gatopardo, y que reza que hay que “cambiar todo para que nada cambie.” No estamos frente a un sencillo cambio de economía de mercado, o tecnológico o cultural, nos enfrentamos a una transformación de vida en todos los órdenes. Llevamos más de medio siglo acumulando situaciones y hechos que acogotan las esperanzas y los sueños de millares de ciudadanos, de cientos de organizaciones de la sociedad civil, empresarial y educativa, y no se producen transformaciones sustantivas que permitan mejorar la calidad de vida en todos los órdenes.
Las frecuentes rebeliones, que venimos viendo y protagonizando son la perfecta manifestación de que hay serios problemas sociales, económicos, culturales y ambientales, y cuya ciudadanía sabe que no se puede seguir así, pero no encuentran cómo diseñar y construir de manera colectiva lo que se requiere para transformarse. Por lo general, estas protestas adhieren a propósitos secundarios, parciales, y no reconocen las causas profundas de las crisis.
Me parece que se requiere, en principio, una transformación individual y luego colectiva, que sea capaz de construir una sociedad y unas organizaciones sustentables, y repensar las relaciones entre las personas y entre estos y la naturaleza misma. No podemos seguir mirando el mundo con las viejas antiparras. Hay que aprovechar el conocimiento científico y tecnológico producido por la academia y los centros de investigación para que las empresas, los gobiernos, la banca y la ciudadanía comprendan que no se trata de un simple cambio, sino de una transformación que genere una visión, digo yo, ecosistémica que permita mejorar la calidad de la vida. El camino es largo. Y estamos en mora de comenzar a caminarlo.
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