En este rosario de violencias que ha vivido Colombia durante buena parte de su historia, mucho han tenido que ver el fraude político y la incredulidad en la pureza de las elecciones. La sospecha o evidencia de falta de garantías del Gobierno para todos los actores políticos, ha exacerbado por años los sentimientos partidistas e incendiado la chispa de la violencia.
Frente a estos episodios que han desnaturalizado en muchas ocasiones nuestra democracia, los colombianos tenemos la sensibilidad a flor de piel. Juegan con candela, entonces, quienes desde los distintos órganos del poder público están tomando decisiones que por lo menos en principio no parecieran ser coherentes con la absoluta imparcialidad que se espera del Estado y del Gobierno en frente de los procesos electorales que se están sucediendo ahora.
Algunos hablan del entrampamiento jurídico al que está siendo sometido el precandidato presidencial Sergio Fajardo: la Fiscalía y la Contraloría le han iniciado sendas investigaciones relacionadas con actuaciones suyas en la época en que ocupó los cargos de alcalde de Medellín y gobernador de Antioquia hace varios años. Que esas indagaciones empiecen a avanzar apenas ahora, cuando Fajardo aparece en encuestas como uno de los favoritos en la carrera presidencial, no deja, a juicio de muchos, de ser extraño.
Cuándo en una entrevista en el diario El País de España le preguntaron a Gustavo Petro si enjuiciaría, de llegar a ser presidente, a Iván Duque, contestó: “¿Por el asesinato sistemático de jóvenes? Indudablemente.” Esta respuesta le originó una desencajada reprimenda del ministro del Interior quien, sin consideración a su condición de ministro del Interior y garante de la normalidad electoral, descalificó al precandidato y lo señaló de ser una maldición para la democracia.
Como dijo El Espectador en un editorial sobre el asunto: “Sin importar la calidad de las provocaciones, los funcionarios públicos deben recordar que, al ejercer sus cargos, representan al país entero y tienen unas mínimas reglas de comportamiento que se esperan para fortalecer las instituciones. Salir a bravuconear y enviar acusaciones infundadas es motivar los discursos que acusan al Estado de estar sesgado, y peor aún, que vean la posibilidad de fraude en las elecciones.”
Hace días, en el marco de la discusión de la norma de presupuesto para el año entrante, se propuso el desmantelamiento de la Ley de Garantías. Esta ley que se aprobó al momento de reestablecerse la reelección presidencial inmediata en Colombia, pretendía asegurar la total imparcialidad del Estado en las elecciones donde eventualmente participara su cabeza, es decir el presidente de la República en funciones.
Quienes auspician la iniciativa alegan que ya sin reelección presidencial no es necesaria la ley y que por lo tanto lo mejor es derogarla. Sin embargo, su trámite y aprobación adolece de varios inconvenientes que es necesario explicitar:
Es inconstitucional porque violenta el principio de unidad de materia que ordena no involucrar en un mismo texto legal asuntos de distinta naturaleza; aquí se introduce un tema de características esencialmente políticas a una norma que solo debería estar orientada a calcular y definir los ingresos y gastos del Estado para la vigencia 2022. Y más delicado aún, al desmontar la Ley de Garantías se está pretendiendo reformar una ley a estatutaria a través una norma ordinaria, lo que claramente es violatorio de la Carta Fundamental. Los promotores están actuando, además, con malicia pues saben con certeza que esta iniciativa así aprobada no tiene la más mínima posibilidad de pasar el examen de la Corte Constitucional, pero juegan a que estará vigente cuando se sucedan las elecciones pues para la Corte es materialmente imposible revisarla con anterioridad.
Es inoportuna porque se pretenden cambiar reglas electorales cuando ya va muy avanzado el calendario electoral que nos llevará a elegir congresistas y presidente de la República el próximo año.
Es impertinente porque no se adecúa a la necesidad de seguir contando con diques que contengan los ímpetus clientelistas de un Gobierno que ha demostrado con suficiencia que es capaz de feriar sin pudor los recursos públicos para conseguir sus propósitos, entre ellos el de perpetuarse como sea, en el poder.
Es inconveniente porque privilegia la improvidencia de alcaldes y gobernadores que no planificaron debidamente su gestión aun cuando las normas expedidas por razón de la pandemia, les permitieron en su momento reacomodar los presupuestos y orientar adecuadamente su ejecución y seguimiento.
Y es peligrosa porque, sumados los episodios mencionados al principio, se puede estar creando una sensación de vulnerabilidad y desamparo para todos aquellos partidos y movimientos políticos de oposición que pueden empezar a sentir que se les están cerrando, otra vez, los caminos para una participación política abierta y auténticamente democrática.
Razones para preocuparnos existen; ya sabemos de la lujuria política con que actúan los populismos de todos los pelambres cuando sienten que la pérdida del poder podría significarles el rompimiento del círculo de complicidades que ha mantenido a sus actores más importantes a salvo no solo del juicio de los tribunales sino del juicio de la historia.
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