El primer linchamiento famoso que hubo en Colombia fue el de Juan Roa Sierra. Lo mató la turba enceguecida de ira el 9 de abril de 1948, porque pensó que había asesinado al caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán. El linchamiento como forma de justicia por mano propia es por definición una práctica de sociedades incivilizadas, un retorno a la barbarie, es la negación de la existencia del Estado de Derecho, es un camino que nos devuelve al oscurantismo.
Lo que ocurrió esta semana en Tibú no es, por desgracia, un episodio aislado en Colombia. En los últimos tiempos este tipo de hechos se han venido presentando con una espantosa recurrencia: en Cúcuta, un joven que ingresó a un billar y amenazó con un arma de juego a quienes departían allí, al parecer para robarlos, terminó muerto, luego de que sus víctimas lo desarmaron, lo golpearon con los palos de billar en el suelo, y le dieron tres balazos con su propia pistola.
En el exclusivo sector de Provenza de El Poblado, en Medellín, un menor de edad que estaría participando en un hurto, falleció tras un cruce de disparos con su víctima.
Estos tres hechos sucedieron en la última semana, y en Bogotá se puede hablar de hasta intentos o casos diarios de linchamientos, como lo ha documentado Rosembert Ariza Santamaría, profesor de la Universidad Nacional y doctor en Sociología Jurídica e Instituciones Políticas. Para mayor horror, según el estudio del mismo académico que se realizó en Bogotá entre 2004 y 2015, el 60% de los linchados que fallecieron, eran inocentes.
El jueves en la noche cuando escribía esta columna, leo en la prensa que en Cali dos presuntos delincuentes de 20 años quedaron heridos y fallecieron en un centro médico: una de las víctimas dejó que lo despojaran de sus pertenencias, y cuando huían, sacó su arma de fuego y les disparó.
Los odios incubados en el conflicto armado, los prejuicios de clase, la banalización de la violencia, la equivocada idea de la justicia que se confunde con la retaliación y la venganza , la falta de sanción social, los discursos estigmatizantes de ciertos dirigentes y mandatarios, la carencia de mejoras en la seguridad de las ciudades, la ausencia del Estado en regiones apartadas y la inexistencia de una política pública clara de sana convivencia, son todos fenómenos que según los estudiosos constituyen la etiología de este fenómeno.
Existe la sensación generalizada de que la justicia no funciona y que el aparato estatal no está en condiciones de garantizarles la seguridad a los ciudadanos: la gente piensa que cuando alguien comete un delito no lo aprehenden, que si lo aprehenden no lo juzgan, que si lo juzgan no lo condenan, y que si lo condenan no lo meten a la cárcel y que si lo meten a la cárcel, o se vuela, o lo mandan para la casa o lo alojan cómodamente en una guarnición militar; todo este supuesto termina siendo cierto sobre la base de una impunidad que ha llegado a límites francamente inverosímiles: “La impunidad en Colombia ronda el 99%, la misma tasa que denunció el Departamento Nacional de Planeación en 1991 cuando se creó la Fiscalía,”, dijo el entonces fiscal general de la nación, Néstor Humberto Martínez en 2016.
Y si en materia penal llueve, en las otras jurisdicciones no escampa: hay una enorme irresolutibidad que condena a los demandantes de justicia a años de espera antes de conocer un fallo definitivo. Peor aún, a aquellas jurisdicciones encargadas de tramitar y resolver conflictos de tierras, por ejemplo, no se les han entregado los suficiente recursos humanos y materiales para intentar superar la conflictividad en un escenario de agudas tensiones que se han intentado resolver en muchos casos con cientos de asesinatos de líderes sociales, otra expresión dolorosa de justicia por mano propia. Recordemos como hace poco el Gobierno, y el Congreso torpedearon el trámite de una iniciativa que pretendía fortalecer la jurisdicción agraria.
En Tolú, un niño de 12 años y un joven de 18, fueron asesinados por grupos de limpieza social que pretendiendo hacer justicia privada, se los arrebataron a varios ciudadanos que los habían capturado porque supuestamente iban a robar. Este hecho es una aterradora síntesis de nuestros problemas más agobiantes como sociedad y como Estado: la marginalidad de niños y jóvenes que por cualquier razón terminan en la delincuencia, la indolencia del Estado que no logra incorporar a esos niños y jóvenes a los espacios de formación, y a las oportunidades, la ineficiencia de las autoridades cuando se reclama su intervención y no lo hacen, la desconfianza de los ciudadanos en las instituciones públicas y la incompetencia del Gobierno que no ha logrado poner en ejecución una efectiva política pública de seguridad ciudadana en todo el territorio, son todas variables que nos hablan de un Estado débil al que le cabe toda la responsabilidad de no hacer lo suficiente para evitar esta tragedia; estamos fracasando como sociedad y volviendo trizas el contrato social que nos otorgaría un lugar bajo el sol en el escenario de la modernidad.
A este hastío con el Estado, con las autoridades y con el sistema judicial habría que agregar la ineficacia de la política carcelaria que parece no importarle a nadie y que en sus entrañas monstruosas incuba la reproducción de las peores formas de delincuencia porque no resocializa, y al contrario, prepara al delincuente para reincidir en formas más sofisticadas del delito. Dicen las estadísticas qué el 40% de los delitos en Colombia se cometen desde las cárceles.
Por donde se mire, tenemos un Estado débil, casi fallido, que debemos transformar de manera estructural.
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