En Colombia la instalación de las sesiones del Congreso de la República cada el año el 20 de julio, no suscita mayor interés; es tal vez una de las expresiones de la apatía de la opinión frente a todo lo que tiene que ver con las instituciones públicas y en especial con la política. La prensa publica sin mayores despliegues la intervención del Primer Mandatario, los discursos de despedida de los presidentes de ambas Cámaras, y da cuenta de la designación de las nuevas juntas directivas, lo cual se hace sin mayores contratiempos, en cumplimiento de los acuerdos previos entre los partidos políticos.
De ridículo, caótico, preocupante y descorazonador fue calificado por muchos analistas y medios de comunicación el acto de instalación del pasado martes, cuando en la soledad de un Capitolio casi vacío, sin invitados especiales, solo con la presencia de los congresistas y medios de comunicación de esa institución y del Gobierno, ubicados estratégicamente para poder capturar y difundir solo aquellas imágenes apropiadas a la corrección política del momento, se llevó a cabo el evento.
La hora del acto fue insólita, 8 de la mañana, si se consulta con la tradición colombiana que ha consagrado las tres de la tarde como la hora de celebración del rito iniciático. Y no fue por realizar el acto ejemplarizante de madrugar a trabajar, sino porque según se adujo había preocupación por garantizar la seguridad en medio de un ambiente enrarecido derivado de la realización de las movilizaciones sociales convocadas para ese día. De paso, agregaría yo, se fortalecería la intención de satanizar el paro y extender un velo de duda sobre su legitimidad.
Un bloqueo de por lo menos 10 cuadras a la redonda que impedía la movilización de las personas comunes y corrientes en las cercanías del Capitolio, contribuyó a la creación de una atmósfera de aislamiento e insularidad de un Congreso lejos de la gente, ausente de sus realidades y extraviado en los meandros de su desinterés y su desidia. Si todo el aparato de seguridad del Estado no está en condiciones de garantizar el normal funcionamiento de las instituciones, qué podemos esperar los ciudadanos de a pie.
Desorientado también se vio el presidente Duque cuando en su discurso de instalación nos mostró un país que solamente él y sus aliados perciben. Las intervenciones de los presidentes en este tipo de actos están en general llenas de lugares comunes, abundan en datos casi siempre verificables y claro, en autocomplacencias. Suelen ser, no obstante, una mirada realista del país, y no faltan las excusas por lo que se pudo haber hecho y no fue. Al invocar a la Virgen de Chiquinquirá el presidente les habló solo a ciertos sectores de la sociedad, sus correligionarios y sus copartidarios; mintió con desparpajo y agredió de paso la inteligencia de los colombianos al hablar de un país que solo él ve, una especie de paraíso en la tierra al que hemos llegado gracias a su gobierno y su partido. El tono pretendió ser emotivo y suscitó en sus aliados, copia de lo que sucede en Estados Unidos cuando el presidente habla ante el parlamento y los congresistas de su partido lo aplauden de pie cuando suelta aseveraciones que coinciden con sus más íntimas complacencias políticas o ideológicas. El presidente incurre otra vez en graves imposturas y confirma su aislamiento del país real.
La ausencia del presidente para no escuchar los discursos de la oposición es grosera y profundamente antidemocrática y cínica, en cuanto ni siquiera le hizo falta una jugadita para retirarse sin pudor de la sesión sin disimular el fastidio que le generan aquellos que, siendo parte de los poderes del Estado, no comparten ni su manera de gobernar ni sus ideas. Este tipo de lenguajes conductuales, (con el que también se pronunciaron los parlamentarios de la bancada de gobierno al dar la espalda cuando intervenía la oposición), no hacen otra cosa que intentar disminuir al contradictor político, intentar confinarlo al último estadio del reconocimiento, ponerlo en entredicho frente a la institucionalidad y desconceptualizarlo.
Las polémicas y desencuentros en este caso corrieron por cuenta de la designación de los presidentes de Cámara y Senado a quienes se les endilgan ser vástagos y familiares de personas condenadas por distintos delitos; y por el tufillo de división que se asomó en las huestes de la oposición al no llegar a acuerdos con relación a su participación en la conformación de la mesa directiva del Senado como lo ordena la Ley 1909 del Estatuto de Oposición, y en su vocería para ejercer el poder de réplica al discurso del presidente.
En ambos casos quedan serias dudas sobre si los partidos y movimientos de oposición van a ser capaces de construir una sólida unidad para enfrentar a la Derecha en las próximas elecciones para el Congreso y la Presidencia de la República, o, por el contrario, como ha sido tradicional en Colombia, van a llegar divididos a esas jornadas definitivas, cancelando la oportunidad de elegir mayorías en Cámara y Senado, y ganar la Presidencia.
No hay duda que la ceremonia de iniciación de las tareas legislativas de un parlamento tiene aquí y en cualquier parte, un profundo significado ritual: “Es una forma elemental de la vida política y está plenamente admitida su dimensión colectiva portadora de significado social (Durkheim, 1858-1917).
Decía la periodista de Caracol Radio, Vanessa de la Torre, al dar cuenta de estos sucesos que ella no sabía si lo sucedido ese día era para olvidarlo o hacerlo parte de la historia. Diría que más vale hacerlo parte de la historia para entender porqué estamos como estamos y cuál es el camino para salir del “pestífero lamedal” en que nos encontramos, como lo dijo alguna vez el escritor y poeta ibérico José María Valle Inclán refiriéndose a la política española de la primera mitad del siglo XX.
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