Uno suele tener buena memoria para los malos recuerdos. No guardamos los colombianos una grata remembranza de lo que fue la ceremonia de posesión del presidente Duque, hace exactamente 4 años. Una especie de otoño tropical se enseñoreó de la plaza de Bolívar de Bogotá y la atmosfera estuvo llena de frío, lluvia intermitente y vientos huracanados que por ratos parecían capaces de arrebatarles de las manos las sombrillas a los agentes de policía que cubrían la cabeza recién encanecida del Primer Mandatario. Esa ya es historia, y será la posteridad la que juzgue al presidente Duque. Sospecho que no le irá bien.
Mañana, en un ritual que se repite en nuestra democracia cada 4 años, asumirá el cargo como presidente de Colombia, Gustavo Petro: Costeño de Ciénaga de Oro, 62 años de edad, descendiente de italianos que migraron a Colombia a finales del siglo XIX, inició su militancia política muy joven en la izquierda, en organizaciones obreras y como concejal de Zipaquirá en representación de la Alianza Nacional Popular, partido que se opuso al bipartidismo monopólico del Frente nacional. Estudió economía en una universidad de élite, fue guerrillero, se acogió al proceso de paz con el M19, estuvo exiliado y fue durante varios períodos brillante parlamentario.
Como en una carrera de relevos, quien toma la posta, la recibe en buena o mala posición. Hay que estar preparado para sostener la ventaja o recuperar el terreno. Aquí cuenta mucho la preparación y desde ese punto de vista, Petro se ve bien.
Iván Duque le entrega al nuevo presidente un país peor de lo que lo recibió. El ánimo de la gente está decaído, las instituciones públicas viven su peor momento de credibilidad, existe en la opinión una atmósfera de desasosiego y temor que todavía no se disipa, y el futuro se ve entre esperanzador y turbulento. El frente de la seguridad que se suponía sería el foco de un gobierno caracterizado como de derecha, ha mostrado enormes ineficiencias. Una prueba al canto: la despiadada y miserable campaña del Clan del Golfo destinada a asesinar policías no pudo ser conjurada por el Gobierno, y la sangría solo ha parado cuando la misma organización ha decretado la suspensión de la masacre.
El proceso de paz que pudo haber sido la carta de navegación que orientara al país hacia mejores destinos, fue desperdiciado estúpidamente por un gobierno que no entendió ese imperativo histórico y nos metió, otra vez, en el peligroso escenario de un posible nuevo ciclo de violencia que ya se ve venir. Ojalá que la intención desmesurada de una paz total que ha planteado el nuevo gobierno, tengo un lugar cierto bajo el sol en estos cuatro años que vienen.
Esta semana la inflación llegó como un fantasma del pasado a los dos dígitos y se tragó el aumento del salario mínimo decretado este año por el Gobierno. Los niveles de endeudamiento, las altas cifras del faltante fiscal, el enrarecimiento de las condiciones sociales de millones de colombianos que hoy están aguantando hambre, le plantean al nuevo gobierno enormes desafíos. Al evidente deterioro de las condiciones sociales y económicas del país, se suman las dificultades políticas que nacen de una muy precaria arquitectura institucional del Estado.
El régimen electoral, la crisis de la justicia, la corrupción que se ha exacerbado hasta límites casi delirantes en este gobierno, la ineficiencia del gasto público, la muy asimétrica e inconveniente relación del Estado central con la periferia, tienen que ser asuntos prioritarios en la agenda legislativa. Por eso el Gobierno tiene que estar muy dispuesto a conversar y a concertar; mucho más allá de la infantil propensión de Duque a mostrar ciertas reivindicaciones derivadas de la presión popular como concesiones graciosas de un gobierno de corazón generoso, buscando así desvalorizar la legitimidad de los reclamos sociales.
No serán fáciles los tiempos por venir, empezando por el escenario donde estos temas se tienen que empezar a ventilar, el Congreso: diverso pero anárquico, renovado en sus integrantes, pero decrépito en su estructura funcional, democrático, pero sin orden, impetuoso, pero sin brújula. La mejor prueba es lo que ocurrió esta semana con lo que muchos llamaron la novela de la elección del nuevo Contralor (o Contralora): un forcejeo político disfrazado de debate jurídico terminó siendo la demostración de que las fuerzas políticas tradicionales, como corresponde a su naturaleza no están dispuestas a ceder un ápice de su poder. Este forcejeo se lo ganaron las fuerzas tradicionales a las alternativas. Lo cual no tienen que ser del todo malo: algo se recupera del principio del equilibrio de poderes.
Hace cuatro años el cielo bogotano estuvo más gris, la lluvia fue más intensa y los vientos soplaron duro. Los agoreros supusieron que venían días así de desapacibles. No se equivocaron. Esperamos este 7 de agosto mejores augurios.
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