La ciencia política señala como uno de los principales problemas del presidencialismo la recurrencia con que se presentan gobiernos divididos, en decir, aquellos en donde el primer mandatario no tiene las condiciones para tramitar con solvencia sus iniciativas legislativas. En Colombia el problema se vuelve mucho más complejo porque no tenemos un sólido sistema de partidos: la Constitución de 1991 buscando debilitar el bipartidismo terminó dinamitando las colectividades políticas y creando un sistema de partidos anárquico, desorganizado y muy complicado.
En la historia, es la primera vez que Colombia elige un presidente de izquierda; los últimos estertores de régimen que se quiere superar significaron una configuración del Congreso con claras mayorías de las formaciones políticas tradicionales. Sin embargo, ninguna de esas formaciones es claramente dominante. Entre otras cosas porque en un escenario de listas abiertas en donde cada cual se elige así mismo, es virtualmente imposible mantener la fidelidad partidista y asegurar la disciplina. En ese mismo escenario los partidos no son otra cosa que la sumatoria de los votos de los caciques y las mayorías de las que a veces se ufanan, terminan siendo aparentes y deleznables.
Como no ocurre en las relaciones del Ejecutivo con el Poder Judicial, las que tienen que ver con el legislativo, son siempre de carácter transaccional: el Congreso es un escenario de representación de intereses y, por lo tanto, tiene la obligación de tramitarlos y gestionarlos ante el Gobierno que es quien asigna los recursos, define prioridades, pone en acción al aparato administrativo y nombra la burocracia.
En Colombia esas relaciones transaccionales entre el Ejecutivo y el Legislativo se han venido degradando en grado sumo en los últimos años: no se transan estrategias de gobierno, grandes políticas públicas, planes de largo aliento, proyectos de desarrollo, sino puestos y partidas presupuestales a través de los conocidos como cupos indicativos. Esas transacciones, además, terminan resultando muy costosas y difíciles porque el presidente debe “negociar” con cada congresista que se eligió solo (más de 200 entre Senado y Cámara), y no con cuatro o cinco partidos políticos. También entraña mucho riesgo pues exacerba la ineficiencia, dispara el gasto público y favorece la corrupción. Sin este estado de cosas altamente funcional a la corrupción, difícilmente se hubiera dado el vergonzoso caso que compromete hoy al senador Mario Castaño. De aquí surgen también los mecanismos que terminan por establecer una relación de dependencia que arrodilla el Congreso a la voluntad del Gobierno.
Un Congreso así elegido es el que designa las cabezas de los órganos de control y una parte de las altas cortes. El círculo vicioso se consolida cuando opera la misma lógica clientelista y de intercambio de favores entre esas instancias. Un Congreso altamente dependiente del poderoso Ejecutivo, designa los que diga el Gobierno y así se hace trizas el equilibrio de poderes, consustancial al Estado de derecho.
Este es el escenario que encuentra Gustavo Petro al iniciar su mandato: un Congreso refractario a las reformas, muy fragmentado, disperso políticamente y permeado por todas las corruptelas e ineficiencias. Así se haya renovado bastante, sobre todo en Cámara, su origen desde el punto de vista electoral sigue siendo el mismo, (a excepción del Pacto Histórico) que propuso lista cerrada para el Senado.
Esta semana el equipo del gobernante entrante ha hecho un trabajo intenso para tratar de conseguir mayorías legislativas, asunto de la mayor importancia pues tratándose de un gobierno en esencia disruptivo, requiere quién lo oiga y quién le tramite sus más importantes propuestas de cambio. Sin duda, en este Congreso recaerá una enorme responsabilidad no solo por la importancia de los asuntos que llegarán para su trámite, sino porque de la voluntad que tenga para sacar adelante iniciativas de altísimo valor, dependerá que el presidente ceda o no la tención de buscar salidas extraconstitucionales para asegurar sus reformas, como una constituyente, por ejemplo. El Congreso que acaba de terminar su período fue perezoso, indolente, sumiso y apático; no cumplió su elemental compromiso de controlar las decisiones normativas derivadas de los poderes absolutos que tuvo el presidente de la República en el marco de la emergencia social decretada con ocasión de la pandemia.
Este Congreso tiene además la obligación de reformarse a sí mismo si quiere restablecer la confianza del pueblo colombiano que lo tiene hoy entre las instituciones públicas más desacreditadas del país. Ojalá que en este caso no se cumpla el dicho según el cual “es difícil que un hombre entienda algo cuando su sueldo depende de que no lo entienda”.
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