“La riqueza o la pobreza depende de las instituciones y la política”, escribió Francis Fukuyama al comentar el libro, Por qué fracasan los países, de Daron Acemoğlu y James A. Robinson: significa que jugar con las instituciones y la política es poner en riesgo la estabilidad de un país y atentar contra su desarrollo.
Colombia viene mostrando desde hace varios años ciertos signos de deterioro institucional propiciados por algunos dirigentes políticos que han pretendido poner al servicio de sus intereses y ambiciones las formas y convenciones legales a través de las cuales se edificó y viene funcionando el Estado democrático de derecho.
Con la reelección, con nombre propio, además, se cambiaron las reglas de juego de la sucesión presidencial, lo que significó la necesidad de establecer a las carreras unas normas para impedir el abuso del poder de quien desde la primera magistratura pretendiera ser reelegido. Eso salió mal, tanto que únicamente fueron reelegidos dos presidentes, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, antes de derogar ese mandato constitucional. Quedó vigente eso sí la regla que intentaba contener los desafueros del presidente en trance de reelección, la ley de garantías, que también a las carreras, fue modificada inoportuna e inconvenientemente en medio de la campaña electoral pasada.
Nunca habíamos visto en Colombia un presidente participando de manera tan abierta y descarada en política electoral. Duque se ha dedicado desde hace algún tiempo a controvertir las propuestas del candidato Petro, rompiendo con una larga trayectoria de respeto a las normas que le impiden a un funcionario público participar en una contienda política.
Si a eso se agrega su continúa actitud de controvertir las decisiones de organismos autónomos e independientes del Gobierno como el Banco de la República y las Cortes, la situación se torna todavía más delicada y coloca al primer mandatario en una línea muy delgada entre el prevaricato y el desacato. Peor aún, como él mismo se encargó de dinamitar el sistema de pesos y contrapesos del Estado, no tiene control alguno; la Procuradora, su reciente subalterna, se queda callada, lo consiente, le alcahuetea e intenta justificarlo.
Otra expresión sombría de atentado contra las reglas establecidas fue la del comandante del Ejército, quien no pudo contener su ira al referirse, en un lenguaje y un tono claramente equivocados a unas afirmaciones inapropiadas e impertinentes del candidato Gustavo Petro, quien se atrevió a señalar, generalizando, la connivencia de Generales de la República con grupos delincuenciales organizados. Evidentemente Petro actuó con irresponsabilidad, pero eso de ninguna manera justificaba la intervención de tan alto mando militar en una controversia suscitada en el escenario de una campaña electoral. El general Zapateiro violentó la absoluta prohibición que por mandato legal tienen en Colombia las Fuerzas Militares y de Policía de participar en política. El cumplimiento de esta norma que en Colombia ha adquirido la entidad de un Principio, nos ha significado ser, por lo menos desde el punto de vista formal, la democracia más antigua de América Latina. Y para completar, su jefe, el presidente Iván Duque lo defendió, y de nuevo barrió con una institución sagrada en Colombia por muchos años.
Si por el Ejecutivo llueve, por el Legislativo no escampa: el Congreso actual va a dejar el triste legado de ser tal vez el Congreso al que más leyes le han tumbado. Y en todos los casos, valga la pena decirlo, para bien. Como tanto se previno, la Corte Constitucional acaba de declarar la inexequibilidad de la reforma al Código Electoral. Aquí se podría aplicar el prosaico aforismo- “al caído caerle”. Después del fiasco que significó el conteo de votos de las elecciones del pasado 13 de marzo, la ley que pretendía modernizar nuestro sistema electoral, se cayó fundamentalmente por problemas de forma. Es decir, el Congreso contra toda advertencia le dio trámite irregular a una ley sustancialmente importante para la vida democrática del país. En esa ley se le otorgaba más importancia a la rolliza burocracia de la Registraduría que a los componentes que garantizarán más eficiencia, más eficacia y más transparencias electorales.
Dos últimos episodios ilustran de manera incontestable la forma como este Gobierno sin rubor atenta contra las instituciones, una de las cuales, así sea formal, es la apacible y respetuosa entrega del poder a quien gana las elecciones. La atropellada e insólita manera como se prorrogó el período de la Junta Directiva de Ecopetrol no tiene presentación, y desnuda una vez más la intención del gobierno de quedarse a como dé lugar. Pero por si acaso, presentó al Congreso con mensaje de urgencia un proyecto de ley encaminado a reglar el empalme entre este gobierno y el que llega, lleno de imprecisiones, vaguedades y hasta errores de redacción, es una propuesta que solo genera sospechas y preocupaciones.
En medio de esta crispación social que nos anima, a pocos días de definir nuestro próximo presidente, y cuando se sospecha un resultado electoral presidencial muy apretado, es especialmente delicado que estemos jugando con fuego, que no otra cosa significa, desacatar las instituciones que han garantizado hasta ahora nuestro precario contrato social. Otros países cruzaron esa línea roja y saltaron al vacío.
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