Un largo y conmovedor abrazo entre Ingrid Betancourt y el padre Francisco de Roux, esta semana el miércoles, dio por terminado el acto en el que por primera vez las víctimas del secuestro y sus verdugos en la guerra se reunieron para hablar cara a cara de lo que ocurrió.
Auspiciado por la Comisión de la Verdad, uno de los más valiosos componentes del armazón institucional creado para darle desarrollo al proceso de paz y la justicia transicional, resultó ser un punto de encuentro alrededor del cual se congregaron “los provenientes de todas las experiencias de la guerra, de todos los rincones del país, de todos los credos, de todas las sensibilidades políticas, mujeres y hombres de todas las generaciones para dejarle a la historia su única verdad, la de afirmar que como colombianos no querían volver nunca al pasado y que estaban listos para enmendar y construir hombro a hombro un nuevo futuro para todos.”
Ingrid Betancourt que fue secuestrada en junio de 2002 por las Farc que la mantuvo seis años y cuatro meses privada de la libertad en la selva habló ayer ante la Comisión de la Verdad. Aunque no fue la única víctima que asistió, su intervención sí fue la más profunda, conmovedora e impactante. Su sola presencia, una de las mujeres que sufrió la vejación del secuestro, su condición de precandidata presidencial al momento de ser plagiada y el hecho de ser ciudadana francesa le dio especial connotación a su trágico destino de secuestrada y puso en evidencia frente a Colombia y el mundo como quizás nunca antes una de las más bárbaras manifestaciones del conflicto armado interno colombiano. Por esos sus palabras tienen muy hondas resonancias ahora cuando el proceso de paz naufraga en medio de dificultades enormes.
Con un relato sincero nacido de la experiencia más profunda, sin excesos dramáticos ni altisonancias verbales, nos conmovió como sociedad y como personas; sus reflexiones nos convocan y nos desafían, nos provocan y nos reclaman, nos invitan y nos exigen, pero sobre todo nos recuerda, y nos tiende la mano como víctima sin dejar de fustigarnos y finalmente perdonar.
Aunque trató con especial severidad crítica a las Farc por su falta de sentimientos, por no ponerse en la carnadura de sus víctimas, por no reparar, por su impiedad al cometer actos tremendamente crueles, por justificar la violencia en nombre de ideologías reduccionistas cuyas prácticas traerían al mundo el paraíso, no excusó tampoco la posición de la sociedad y del Estado que de una u otra manera contribuyeron a la degradación de la guerra y a la agudización del dolor de las víctimas.
“Yo sé que Colombia nos ve y nos oye, pero no nos entiende. Tenemos que hacer que Colombia entienda y tenemos que encontrar las palabras justas para que el país imagine, oiga, vea, lo que nos pasó a todos… volver del secuestro es ser señalado, acusado de vivir una situación que uno mismo se buscó, vivir la incomprensión aún de las propias familias…”
¿Será que la sociedad de ahora entiende? ¿Imagina que el conflicto sí puede tener regreso y que por lo tanto hay que militar activa y democráticamente en defensa de esta paz que se nos está diluyendo otra vez entre las manos? ¿Ve que la indiferencia y la desmemoria nos están conduciendo otra vez al túnel negro de una guerra más degradada, más extenuante y más injusta?
Al Estado le reclama que no encuentre sin postergaciones a los desaparecidos, que no honre totalmente la palabra empeñada en La Habana, y que no entienda que lo que está pasando en las calles pasa por reconocer un estado de cosas intolerables para los pobres y jóvenes que no tienen ni comida, ni empleo, ni futuro y que por lo tanto no pueden ser tratados como terroristas al servicio de la causa guerrillera.
La austeridad del escenario, la ausencia de aplausos, la sobriedad del lenguaje y la ausencia de proclamas fueron el marco ideal de un espacio que solo tenía por objeto contar los hechos desnudos y las verdades inapelables de la guerra sin mezquindades políticas, zalamerías sociales o temores jurídicos. Queda la certeza de que el proceso de paz sigue vivo pese a todo. Y que la Comisión de la Verdad está cumpliendo su papel de desentrañar desde los más oscuros tremedales de la guerra, la verdad posible, sin la cual no encontraremos ni la paz ni la esperanza. Esta verdad, así sea sin consecuencias jurídicas, es la que nos sanará el alma y nos permitirá exorcizar nuestros fantasmas, no para olvidar sino para perdonar y curar nuestras conciencias y nuestros espíritus.
Uno esperaría que los ecos de estas voces resonaran en los corredores del poder donde se toman las decisiones que instrumentalizan a diario la implementación del Proceso de La Habana; y más allá de eso, que entendieran que la conquista de una sociedad distinta, solidaria y en paz, pasa por impulsar las grandes reformas que hagan posible la superación del atraso económico, la pobreza, la desigualdad y el crimen.
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