Si en el mundo el carácter de un territorio suele calificarse de rural o urbano, Colombia por ser un país de regiones donde el 94% de la tierra es rural y el 30% de las personas vive lejos de las urbes, aún sigue siendo un país fundamentalmente rural. Allí, donde el 80% de los propietarios son minifundistas, ya que según el Censo Nacional Agropecuario, las Unidades de Producción Agropecuaria (UPA) de menos de 0,5 hectáreas representan el 70,4% del total de UPAS, tenemos que el 77% de la tierra está en manos del 13% de los propietarios, y el 30% le pertenece al 3,6% que son latifundistas. Examinemos las limitantes históricas de su desarrollo y las determinantes de la nueva ruralidad.
En primer lugar, la estructura de la propiedad de la tierra caracterizada por un Gini de la tierra del 0,88, medida de la desigualdad que en lugar de bajar crece tras medio siglo de violencia y despojo de tierras. En las dos últimas décadas, de la superficie agropecuaria del país estimada en 44 millones de hectáreas, 6,6 millones, equivalentes al 15%, han sido despojadas.
Y segundo, las brechas de ingresos y pobreza entre ciudad y campo, dado que el ingreso medio per cápita rural es la tercera parte del urbano; y para subrayar tal fisura, basta señalar que mientras la pobreza campesina llega al 66%, la indigencia es del 33%. Al respecto las dinámicas del empleo rural muestran hoy que el agro aporta el 20% de la población total en edad de trabajar, pero con altos niveles de informalidad y baja remuneración.
Añádanse a este panorama, que: 1- los 7,7 millones de víctimas del desplazamiento forzado ocurrido desde 1985, según la Defensoría del Pueblo muestra una afectación desproporcionada sobre comunidades indígenas (6,2%) y afro-colombianas (21,2%); 2- la pobreza por acentuarse en los medios rurales y hacerse menos notoria en el ámbito de las mayores conurbaciones, tiene características territoriales bien definidas; y 3- el subdesarrollo rural que se relaciona con el bajo desarrollo del aparato productivo del campo, conduce a la precariedad de los indicadores sociales.
Ahora, el tema en el Plan Nacional de Desarrollo, que al olvidarse de la democratización de la propiedad de la tierra pareciera orientarse únicamente al necesario desarrollo agroindustrial, por olvidar lo fundamental del “Pacto por la equidad rural y el bienestar del campesino” fruto de una concertación, pareciera desconocer además del Acuerdo de paz, la Sentencia C077 de 2017 de la Corte Constitucional considerando a los campesinos y trabajadores rurales sujetos de especial protección constitucional.
En el anterior contexto, entre otros factores que inciden en la nueva ruralidad colombiana, tenemos las cadenas agroalimentarias: de todo el potencial, únicamente 6 millones de hectáreas son aptas para el sector pecuario y 2 millones están en cuerpos de agua; y salvo en palma de aceite y en cacao donde el país aporta poco menos del 2% de la producción mundial, falta mayor participación en el mercado de productos con alto nivel de demanda, como maíz, aceite de soya, cítricos, y frutas tropicales. Al cultivo del café cuya crisis se refleja en una participación del 0,8% del PIB, se suma el precario mercado forestal donde Colombia participa con menos del 0,1% de la producción mundial, estimada 3.700 millones de dólares (FAO, 2015).
Para mitigar los impactos sobre la vida campesina, cuya producción artesanal no se puede confundir con industria ni agroindustria, una de las determinantes debe ser el empoderamiento del territorio, donde los procesos de cambio que exigen objetivos relacionados con cultura rural y calidad de vida, demandan una educación centrada en el desarrollo humano como clave para alcanzar la equidad, y estrategias de ciencia, tecnología y cultura para elevar la productividad en el contexto del territorio, siempre y cuando se parta de la premisa de que el país le apostará a una verdadera reforma agraria que distribuya la tierra, dado que el problema real del campesino colombiano reside en la inequidad.
Lograr la necesaria interrelación entre los escenarios urbanos y rurales, respetando los derechos socio-ambientales del territorio como construcción social, puede conducir a un crecimiento económico con desarrollo, si para el efecto la Ley Zidres que entrega en concesión grandes baldíos y apalanca con tierras el desarrollo agroindustrial del país, en las políticas agropecuarias hubiera implementado una reforma agraria para democratizar la propiedad, ya que la inequidad en la tenencia de la tierra es quizás el mayor lastre que ha impedido el desarrollo rural de Colombia en 200 años de historia: en la cosmovisión del campesino, la tierra como factor productivo y vínculo cultural es un bien fundamental e inalienable.
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