“Ser o no ser, esa es la pregunta. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un término que deberíamos solicitar con ansia… ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que recibe pacífico el mérito de los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios? Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud con solo un puñal. ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan; antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan camino, no se ejecutan y se reducen a designios vanos”. Soliloquio en Hamlet, de William Shakespeare, acto tercero, escena primera.
Ahora entre todos nosotros los humanos, por todos los rincones de la tierra, “To be, or not to be” ha pasado de ser un episodio de una tragedia de venganza, escrita para la representación del teatro, con la inigualable pluma de Shakespeare, a ser una realidad en nuestro cotidiano, en el que vemos las devastadoras consecuencias que nos ha traído una pandemia, para la que por supuesto, en este mundo de principios epidérmicos y sin valores, no estábamos preparados. La naturaleza que es sabia, nos da una lección de vida, que está siendo aterradoramente dura, pero de la que tenemos mucho que aprender, si queremos y estamos realmente interesados en subsistir como especie.
No estábamos preparados para una realidad como la que vivimos, porque las prioridades de un mundo completamente diseñado para el consumo, no tienen en cuenta el bienestar de la gente, ni su tranquilidad, ni la salud física y mental de las personas; esas son bagatelas con las que los extremistas de todas las tendencias, juegan a su antojo, para poder hacer gala del dominio y mantener el poder. Dominio en lo político, en lo social y lo económico. Grandes camadas de la población sometidas a extrema pobreza, para que unos pocos negociantes de dinero o de fe, puedan acumular sin límites, las riquezas que obtienen con el sudor y las lágrimas de todos los otros, que se ven sometidos a vivir en el filo del abismo, con no más esperanza que la de la ocurrencia de algún inesperado suceso, que temporal e insuficientemente alivie sus necesidades básicas: comida, salud y techo.
Se decretan cuarentenas que protegen los contagios. Eso está bien, pero que si se prolongan en el tiempo, sin control y sin consideración, producirán el efecto contrario, cuando todos los que viven al día, con salarios miserables, contratos leoninos cuando tienen trabajo, sumados a los millones que viven del “rebusque” y de la informalidad, se enfrenten a la realidad de tener que escoger entre morir de hambre o de contagio. Sabemos que de hambre morirán todos los desposeídos, si no se les brindan verdaderas oportunidades de encontrar alimento, mantener su salud y acogerse en un lugar que sea decente y habitable, que no sean una cueva, ni un andén. También sabemos que del contagio del virus morirán muchos, pero no todos, pues las tasas de mortalidad, en el peor de los casos, son muy inferiores a las que producen el hambre, la falta de ayuda, el despilfarro de los dineros públicos, que siendo públicos, son tomados por unos pocos, como privados. Esos amasadores de fortunas, insaciables, avaros, con gula permanente, explotadores de la necesidad ajena y enriquecidos con la pobreza permanente de los otros, nunca aliviada, sin intentos de solidaridad para redistribuir mejor los bienes y disminuir los males.
Esperemos que los ricos de siempre entiendan que solo la solidaridad sin alharaca, la desinteresada preocupación por los otros, puede mitigar las funestas consecuencias de la tragedia humana que enfrentamos.
Tenemos que aprender como en el amor: “A dar sin perder y recibir sin quitar”.
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