Dice el vernáculo lingüístico que pandemónium es, en la primera acepción, la capital imaginaria del reino infernal. Y no está del todo equivocado, por decisiones torpes de un individuo que carece de las cualidades necesarias para dirigir un país. Aquí cualquier inexperto, con muchas habilidades para hacer “cabecitas”, rasgar la guitarra o pintarse el pelo “canoso” para parecer mayor e inspirar sensación de “viejo experto”, puede ser elegido como presidente.
Pues bien, a este hombre que hace de presidente de Colombia, le debemos en buena parte la determinación tardía de cerrar aeropuertos como El Dorado, permitiendo la repatriación de muchos de nuestros compatriotas, que estaban en el exterior, expuestos al contagio vertiginoso de un virus que ha causado una tragedia mayor en el mundo, sin que seamos la excepción. Pero no solo eso. Tomó una decisión contraria a la razón cuando envío un avión de la FAC a traer a 14 colombianos que se encontraban en Wuhan, con un costo enorme, un despliegue informativo que duró semanas en esos medios, que violando la neutralidad que debe tener el periodismo de verdad, son serviles a un grupo político. Un joven, entre los 14, con excepcional sentido común, el menos común de los sentidos en Colombia, decidió quedarse y se curó allá, sin costo para los colombianos, sin poner en riesgo al grupo familiar o social al que regresaría.
Después vendrían las decisiones de una cuarentena tardía, que duró 3 meses, con todos sus agregados. El número de contagios en Colombia parecía estar controlado, sin saber a ciencia cierta si lo estaba, pues las pruebas que se hacían eran escasas, sin contar que se compraron pruebas que estaban dañadas y no servían. Esa historia ya la sabemos todos, pero a pocos parece importarle. Nuestra cultura ciudadana ha sido siempre un verdadero elogio a la estupidez colectiva, con falta de conciencia y de responsabilidad para con nuestros compatriotas, en el que el interés particular prima sobre el general, en todos los actos de nuestra vida cotidiana y la de nuestra institucionalidad.
Los empleados comenzaron a ser despedidos; las personas comenzaron a perder su trabajo, con la debacle para su sustento y el de sus familias. Eso a pocos les importó de verdad. Todas las actividades cotidianas cerradas. Un confinamiento que por su discriminación parecía más una condena a “prisión domiciliaria”. Algunos miembros de nuestra gloriosa Policía Nacional, creada para cuidar los ciudadanos y no para vandalizarlos, arrasaban sin clemencia con los puestos de venta de los más pobres, destruyéndoles sus carritos y regándoles sus productos, para el “rebusque diario”, olvidando que ellos en su gran mayoría vienen de familias de esas camadas de la población, a las cuales por supuesto no van los hijos de los gamonales, los industriales o los políticos.
Como si el desempleo, la falta de ingresos y el empobrecimiento generalizado fueran poco, se inventaron los “días sin IVA”, una idea que aparentaron buena, siendo mala, selectiva para los grandes emporios, cadenas de almacenes y centros comerciales.
Sabemos que la experiencia no sirvió para nada bueno. Se dispararon los contagios, las aglomeraciones fueron indiscriminadas, el contacto descontrolado. Todo ese circo para vender productos que no son de primera necesidad. Una improvisada locura digna de país subdesarrollado, que ha sido noticia en todo el mundo, por lo increíble y disparatada.
Pero no todo ha de ser malo. Algo tenemos que aprender. Se podría instituir permanentemente #ElDíaSinIVÁn.
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