“El periodismo no es un oficio de canallas”. Leila Guerriero.
Ya nada nos escandaliza, nada nos conmueve. Parece que nos comportamos como acostumbrados a que la corrupción, cualquiera que sea su nivel, sin importar el rango del corrupto o el entramado alrededor del cual gira, es algo normal en este país, que le duele de verdad a pocos. Los acontecimientos de nuestra cotidianidad, demuestran que lo importante es banalizado. Hacen alegorías a pequeñas tonterías, y vuelven viral la desinformación para acabar con el que piensa distinto, sin importar que para hacerlo, usen los medios de comunicación, que se prestan para ese asqueroso propósito de hacerle daño al contrario.
La “bodegas”, como se denominan ahora los centros de reclutamiento de difamadores y embusteros, son creadas por personajes, que por su rango no pueden convertir la calumnia, la infamia y la mentira en el mensaje que todos leen o escuchan, sin importar el daño que se le hace a la honra y el buen nombre de las personas o instituciones, atacadas por ese enjambre de cínicos y deshonestos, que se lucran del escándalo, la tergiversación de la verdad y la criminal forma de actuar, con la que los poderosos en política combaten con deshonra a sus contradictores o rivales.
Este país, que debería ser un paraíso, está convertido en un infierno por cuenta de tanto embustero, de tanto criminal, de tantos grupos al margen de la ley, de carteles que se roban todo, de chismosos y majaderos que se vuelven famosos por esas razones. Los recursos del Estado son dilapidados en corrupción, robos, ilícitos, sobrecostos, obras no realizadas o multiplicadas por muchos dígitos en su valor real, para que los que las ordenan y los que las ejecutan puedan despilfarrar el dinero, y hacer famiempresas con ánimo de lucro indigno, con las que se enriquecen sin control alguno.
Esta Colombia de los últimos 20 años es la muestra fehaciente de lo bajo que puede llegar a convertirse un país permisivo, en el que los delincuentes de cuello blanco, se hacen a fortunas incalculables, apropiándose de bienes que son públicos. No era suficiente con los desastres que traíamos de administraciones pasadas, que se remontan a dos siglos. Esa corrupción parecía insuperable, pero no lo era.
Los medios radiales y televisivos convertidos en centros de tergiversación de la verdad, con periodistas al servicio de las élites, a las que defienden a toda costa, sin que les importe algo el nivel de corrupción de los personajes que favorecen. Eso sin contar con los deshonestos impunes, que actúan sin la posibilidad de someterlos al escrutinio público, porque se hacen los pendejos cuando hay evidencias de irregularidades, ante las cuales callan sin pudor alguno.
Como si lo anterior fuese poco, asistimos como testigos mudos al bochornoso incidente entre Vicky Dávila y Hassan Nassar, en entrevista que la primera le hiciera al segundo, con motivo de la utilización del avión de la Presidencia, en lo que es una verdadera afrenta al uso de los recursos públicos. Con malicia saliéndose del tema de la entrevista, él le pregunta con ironía, aparentemente inocente, como la de todos los hipócritas y mediocres, sobre el viaje que ella tuvo en el avión presidencial a Europa.
Quien dijo miedo, la entrevistadora se despachó en un discurso violentísimo y vulgar, lleno de epítetos y calificativos grotescos, que hablan mal de lo que es la función de la información. Fue tan vulgar el acontecimiento, que ella ha tratado de disculparse por la vulgaridad, pero se mantiene en su opinión sobre el entrevistado.
Independiente de que tenga razón sobre lo que piensa de él, el periodismo no puede permitirse el lujo de hacer esos escándalos de baja estofa, solo porque le tocaron un punto sensible de los muchos que tiene. El periodista tiene que ser controlado, ecuánime, decente, bien centrado, controvertir con argumentos y no con gritos que producen vergüenza.
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