Hay una aparente e hipócrita calma. La “calma chicha” que siempre ha caracterizado esta nación con su política de hipocresía, de apariencias, de verdades a medias y mentiras completas. Tenemos personajes que dominan la mentira y la apariencia, como si fueran un arte, pero sobre todo como si además fueran una virtud. Es a esa característica idiosincrática de nuestra dirigencia, común entre los nacidos en este extremo norte del cono sur, a la que debemos en buena medida la mala fama que nos caracteriza, reflejando una deformada imagen de lo que realmente somos por cuenta de los que hacen de este rincón del mundo una vergüenza internacional.
Martuchis, la vicepresidente y canciller, se fue de correría por los Estados Unidos, esta vez, no para pagar la fianza de un hermano narcotraficante, sino para varias cosas que están en entredicho y que no pueden ser negadas, con la actual situación que vivimos, en un país en el que el respeto por la legalidad y los derechos humanos es secundaria al lado de los intereses políticos del bando que nos gobierna. Porque hay que decirlo con claridad, no poca vergüenza e incredulidad, que muchos de los que tenemos manejando los destinos del país, y no pocos de los que los acompañan en los puestos políticos y burocráticos, son, con las excepciones que hay que reconocer, delincuentes de cuello blanco, sin pudor, sin ética, sin principios de legalidad y sin asomos de vergüenza.
Fue ella pedir que nos regalaran plata, para malgastarla en lo que saben hacer como expertos los burócratas y sus parásitos chupa-sangre. También fue a tratar de impedir que viniera una comisión de observación internacional, la CIDH, porque aunque no somos Venezuela y la criticamos sin sonrojarnos actuamos peor que ellos, creyendo que podemos impedir que el mundo se entere de la realidad que estamos viviendo, con el uso desmedido de la fuerza, la violencia inadmisible usada en las marchas, la utilización de armas que son prohibidas en el mundo civilizado para controlar manifestantes.
Hablamos de esa guerra sucia, en la que uniformados sin identificación (Un uniformado sin identificación, o con pasamontañas, es exactamente igual a un delincuente vestido de policía), con los no pocos civiles infiltrados ilegalmente armados, que arremeten contra una población desesperada que no tiene más que la fuerza del grito y la inconformidad, para protestar exigiendo sus derechos y oponiéndose a las reformas, sacadas del más absurdo régimen político que pueda concebirse.
Eso, reconociendo que se han infiltrado no pocos vándalos y delincuentes que hacen “justificable” el empleo desmedido de la fuerza, hasta hacerla mortal, dejando muchos heridos, discapacitados, mujeres violadas, personas que han quedado ciegas o tuertas; sin contar con los no pocos muertos, que inocentes pagaron con su vida, la falta de principios de esos agentes que, aunque dicen ser minoría, desacreditan por completo la institución que representan.
Hoy por cuenta de esa represión violenta somos noticia en el mundo entero, nos vuelven a identificar como un país que aparentemente solo produce drogas, narcotraficantes, insurgentes y corruptos, cuando la verdad, la mayoría de los colombianos no tiene nada que ver con los responsables de que tengamos esa mala imagen allende las fronteras.
Ahora, dicen que el verde oliva que caracterizó siempre la Policía Nacional será cambiado por un azul desteñido, como si cambiar de color en el ropaje cambiara de una vez la estructura de toda una institución.
La Policía Nacional tiene que volver a sus principios, que son muy distintos a los que exhiben hoy, para ser la entidad creíble y respetable que un día tuvimos en Colombia.
La Policía Nacional tiene que volver a sus principios, que son muy distintos a los que exhiben hoy.
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