Estamos en la efervescencia de una campaña política que muestra el estado de degradación al que hemos llegado. Son 107.000 candidatos dispuestos a jugar los restos para lograr ser elegidos, gastando tamaña suma de sumas en el intento de alcanzar esos puestos burocráticos tan apetecidos en Colombia. Puestos en la que la mayoría, con las excepciones que confirman la regla, son inescrupulosos, sin ética, sin límites, sin pudor, sin conciencia.
Los costos de las campañas son astronómicos. Representan multiplicado por mucho lo que van a ganar cuando ejerzan los cargos. No les importa. Saben que en la política está el filón inagotable de las arcas del Estado, llenas de dineros de los contribuyentes que son malgastados, robados para enriquecer personas, grupos familiares o amigos, sin que eso importe mucho en un país que carece de dignidad, en el que se perdieron hace mucho la vergüenza y el pudor, valores intangibles con los que hacen el melodrama grotesco y cínico, la comedia de mala estofa de hacerse al poder para poder enriquecerse sin medida, sin control, sin retenes morales, sin estar sometidos al escrutinio de los ciudadanos que los ven llenarse los bolsillos impunemente, cínicamente, descaradamente.
Un país con una clase política de esa categoría, con pocas exigencias de honorabilidad y decencia, está sometido irremediablemente a sufrir las consecuencias de elegir, a los que prometiéndoles de todo cuando los quieren seducir antes de elecciones, terminan pagándoles nada, convirtiéndolos en los que pagarán los desmanes que cometen esos personajes, carentes de límites en el propósito desaforado de hacerse ricos en forma ilegal, impune y rápidamente.
Parece que a nadie le importa. Ve uno los candidatos de los partidos de “extrema derecha”, en la que se encuentra lo peor de la policlase en Colombia, rodeados por gente del pueblo, que tiene necesidades no resueltas. Personas que creen encontrarán redentores en los promeseros de siempre, para terminar siendo los que paguen los desmanes, los desfalcos de los que sin asomo de vergüenza se roban o apropian de los dineros públicos.
Ahora vivimos con calles inundadas de propaganda política, con pendones que cuelgan de todas partes, afiches que adosan a las paredes, postes envueltos por los papeles que muestran personas sonrientes, que uno no sabe si se ríen con uno o de uno. Esto parece más una vulgar manifestación de una burla, acolitada por la ingenuidad o los intereses con ese espectáculo circense, un elogio a la falta de cultura ciudadana, paralizada frente a los desmanes de esos incumplidos, vendedores de humo, que después de elegidos, los ignorarán por completo, olvidando que solo los utilizaron para hacerse al poder, para poder hacer lo que les venga en gana.
Tiene que ser un gran negocio una “pirámide” con la que engañan incautos y manejan los recursos del Estado, dineros públicos, sin remordimiento. Es que la mayoría de los políticos carecen de esa particularidad que le pone límite a los humanos decentes: la vergüenza.
Tenemos otros que no son de extrema derecha, dicen ser de centro o de izquierda, pero terminan haciendo lo mismo, solo que disfrazados distintos hasta parecer diferentes. En el fondo son iguales. No podemos seguir haciendo parte de este circo en el que convirtieron el arte noble de la política, para conformar grupos de poder en los que se enquistan los poderosos de siempre y los emergentes de ahora.
Colombia continúa siendo un barril sin fondo. Mientras no tengamos como prioridad ponerle uno, seguiremos cayendo por el desfiladero de la tragedia colectiva, a la que es sometida la sociedad por esta policlase corrupta, sin escrúpulos, comprable, con precio.
Llegará el día, y lejano no esté, en el que expresemos abiertamente nuestra indignación, el desprecio que sentimos por esa manada de corruptos que hacen lo que sea para acceder a los cargos de poder. Solo el día en que tomemos conciencia de nuestro papel como auténticos depositarios de la voluntad popular, representantes de la verdadera sociedad civil, podremos pensar en ese sueño de la razón de un país digno, más equitativo, más justo, mejor manejado; encaminado con dirigentes honestos por senderos seguros, que garanticen el bien común como una prioridad por encima del bien particular.
Parece una fiesta de la democracia, pero en realidad es el velorio de nuestro futuro incierto.
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