Ya lo había dicho alguien: “Las crisis son las parteras de la historia”. No es distinto ahora. Sigue vigente ese postulado, para que aprendamos en medio de la situación extrema una lección que nos permita cambiar de actitud frente al mundo.
Las demostraciones que vemos a diario, de una naturaleza gozando libremente de su libertad, son aleccionadoras. Ciudades sin bullicio, sin aglomeraciones, sin caminantes, comienzan a tener la visita de especies animales que estaban confinadas por el humano a estrechos rincones o a cuevas, en las sobrevivían a las arremetidas del gran depredador. El humano, un animal que se precia de racional, actúa con la mayor irracionalidad que pueda verse. Derrumba montañas, tala bosques, cambia cursos de afluentes, seca sus flujos, desvía su recorrido para minería, explotación de hidrocarburos y se consume en el riego de monocultivos como la caña de azúcar, que todavía la vierten de pozos de agua profundos, que eran fuentes naturales, vedadas a la estupidez de la humanidad.
Hoy la vida nos pasa la cuenta de cobro. Lo adeudado es imposible de pagar, porque no tenemos posibilidad de volver al pasado para corregir los errores cometidos. Hoy los vivimos con impotencia. Entonces, ¿qué debemos hacer?, ¿cómo podemos aprovechar esta situación, para que el cambio no sea un pasajero reflejo de un confinamiento obligado? ¿Cómo podemos aprovechar esta crisis para despertar la conciencia y actuar en armonía con la naturaleza y el medio ambiente?
Los problemas se acumulan; aparecen otros nuevos, sin que los atajemos a tiempo con medidas efectivas, porque en medio de este caos, aparentemente controlado, no hemos logrado interiorizar la magnitud del daño. Las soluciones que se plantean, aparentemente sabias, son una oda a la improvisación, una demostración de los intereses reales que mueven a muchos, gobernantes, políticos, comerciantes, contratistas inescrupulosos. La popularidad sube en las encuestas como palma, pero caerá como coco, cuando al final hagamos un balance de lo que ha pasado.
Estamos ante una oportunidad, enseñada a sangre y fuego, de cambiar muchas de las acciones que realizamos en el día a día. ¿Seremos capaces de entender la magnitud de nuestra fragilidad? Ya lo habían dicho para la política: “O cambiamos, o nos cambian”. Hay quienes creen poder burlar las leyes de la vida sin pensar en las consecuencias,
olvidando que lo que destruyen será el futuro de sus descendientes. Puede que no les importe. En ese caso no hay nada que hacer.
La reactivación de la vida corriente tiene que pasar por los coladeros del sentido común, ser coherentes con el bienestar general por encima del particular, saber que si no respetan a los otros y no se preocupan por ellos, un día, tarde o temprano, serán arrasados por la furia de los que marginados, excluidos, pobres de solemnidad, indefensos y olvidados se conviertan en una bola de nieve que arrase con todo a su paso.
Es el momento de hacer un ejercicio de catarsis humana, un levantamiento de las barras de la solidaridad, que no producen músculos grandes, pero fortalecen el corazón y la conciencia. Ese tiempo de reflexión y cuestionamiento personal, sobre lo que se es y sobre lo que se hace, puede cambiar el comportamiento social, convirtiendo desconocidos en vecinos que puedan extender la mano y ayudar en momentos de dificultad.
La pandemia del covid-19 ha dejado al descubierto la fragilidad de los humanos, cuando en las contracciones incontroladas de su trabajo, está en la sala de partos de la vida. De ella nacerá un ser humano deforme y doblegado, o se dará a luz a una nueva especie en nuestro largo camino evolutivo. El Homo Solidario, que será a su vez el Homo Generoso.
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