Tenemos un pasado de horror; vivimos una historia que es vergonzosa. Los que nos conquistaron, los que dejaron encargados y la raza que dañaron, nos han hecho vivir épocas que son parte de una historia real, que no podemos evitar, de la que tenemos que hacer abstracción para poder pensar en un futuro distinto.
Nuestro destino como nación parece estar marcado por realidades que nos convierten en país paria. Nuestra identidad ha estado perdida por centurias, sin que veamos que alguien haya hecho algo para cambiar nuestro destino. Como si estuviéramos condenados a seguir siendo el laboratorio donde se reedita el paleolítico político, la desinstitucionalización, la alegoría a la falta de principios, el culto a esa en mala hora ganada fama, real por supuesto, que premia al “vivo”, al mañoso, al estafador, al que engaña sin vergüenza.
Por eso tenemos carteles para todo. El cartel de los sapos, el de los narcotraficantes, el de la toga, el de los políticos inescrupulosos, el de los que se adueñaron del país, el de los ladrones de cuello blanco y los de cuello negro, el de los celulares, el de los Rolex, el de los paseos millonarios, el de los compradores de votos, el de los estafadores a todos los niveles, el de los invasores de terrenos, el de los despojadores de tierras, el de los burócratas. Como si fuera poco, tenemos los carteles de la violencia contra grupos étnicos, los que destruyen a otros por sus creencias, los que les quitan todas las oportunidades, los de los falsos positivos, los de los abogansters.
No faltan los periodistas vendidos como lacras al mejor postor; los de los empresarios sin tripas que se han adueñado de todo y hacen lo que quieren sin que tengan reparos, sin que la justicia los mire, esculque y castigue. Este régimen de impunidad, de justicia politizada, de gobiernos despreocupados por el bien común, nos tienen al borde del precipicio. Venden nuestros páramos, acaban nuestras selvas, manchan nuestros ríos, envenenan nuestros suelos, contaminan nuestros océanos. En fin, no hay actividad en la que el animal humano, la peor de las creaciones del universo, no tenga algo que ganar a costa de destruirlo todo, como si el devenir no fuera a cobrar la desventura de tener esos maleantes haciendo parte de nuestro cotidiano, convirtiéndonos en una nación que produce vergüenza, en la que pocos privilegiados se adueñaron de todo, sin que les importe a esas minorías, la suerte que corren las mayorías de colombianos que sobreviven, sin esperanza, en una alegoría que reedita viejos tiempos, solo que con cambios muy grandes. Si seguimos como vamos, podremos reescribir un libro que se titule: Colombia, no futuro.
¿Qué hacer frente a este panorama incierto y desolador? ¿Cómo tratar de cambiar el rumbo? ¿Cómo hacer para que el destino de las generaciones que nos sucedan, no sea esa sentina ideológica y conceptual con la que vivimos el día a día? ¿Qué podemos hacer para cambiar nuestro porvenir, el de nuestros hijos y conciudadanos?
Tenemos que comenzar por edificar principios, educar las generaciones que nos siguen con arraigados valores éticos, respetuosos de la legalidad, proactivos en el bien común como un imperativo que no da espera. Lo tenemos que hacer desde los hogares, desde la escuela, desde los centros de formación, desde los edificios de la cultura. Pero si no comenzamos a hacerlo con los que rigen nuestro albur, todo será en vano. Tenemos que cambiar las costumbres políticas, sus centros de acopio, llamados partidos, verdaderas letrinas, en las que se se encuentra lo peor de lo que tenemos como sociedad.
El mundo entero se moviliza contra los que siempre han ostentado el poder, para gritarles un clamor ciudadano que no da espera: no podemos seguir viviendo en medio de esta desigualdad, de esta injusticia, de estos constructores de puentes colgantes que se caen sin haberlos colgado, de esta caterva de delincuentes que acaban con nuestro futuro y nuestras esperanzas.
Colombia merece mejor suerte, que la de estar sometida a esta policlase sin escrúpulos, que nos retrocede a épocas de imperios que se construyen sobre la pisoteada dignidad de los ciudadanos del común.
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