Vivimos en la tiranía de los badulaques, sometidos al imperio de los caprichos de los poderosos, aceptando esa condición como una realidad que supuestamente no se puede cambiar. Pero la verdad es que esa situación no es aceptada consciente y libremente, es el resultado de la práctica impuesta por los que nos gobiernan, esos que tienen en sus manos los hilos con los que manejan el poder a su antojo, sin recatos, sin culpas, sin retenes y sin escrúpulos.
Vivimos en un país que hace una alegoría al desgobierno, el desorden institucional, la falta de ética, la ausencia de principios, la entronización de los intereses particulares de los que nos gobiernan, por encima de los que deberían ser comunes a las personas que conforman un pueblo, que al verlos aplastados, violados y vulnerados, son los que sufren las consecuencias de una política representada por lo peor que puede tener una sociedad, en manos de los mas perversos de sus ciudadanos.
El poder se ha concentrado en una buena parte de lo más bajo que tenemos para representar nuestra sociedad. Personajes que asumen esa hegemonía, ganada la mayoría de las veces con maniobras sucias, trampas, fraudes, compra de votos y conciencias, demostrando cuando le ponen precio a los otros, que ellos tienen el suyo y no es caro.
Sí, tienen precio, se compran o se venden al mejor postor, en ese proceso de hacerse a bienes públicos y al dinero de los contribuyentes, sin nada que los detenga, ni entidades de control interesadas en investigarlos o sancionarlos, solo porque contrariando nuestro ordenamiento, los contrapoderes se convirtieron en dependencias del grupo político que nos maneja; se sirven entre ellos para que nada pase, en un país en el que ser deshonesto, “vivo” y pícaro, son modos de actuar vistos como cualidad y no como defecto.
Cuando lleguen tiempos que esperamos mejores y se hayan renovado, los protagonistas del gobierno en las diversas instituciones y estratos del poder político en Colombia, lo dicho hasta ahora, continuará siendo válido. Lo será porque la atalaya del poder supone un polo de atracción para los bribones, los pícaros y los trepadores; para los individuos con talento para la desvergüenza, e incluso para los psicópatas que nos gobiernan.
Las ventajas que los humanos saben extraer de la convivencia apacible y el gran aprecio en que la tienen, pueden llevar a pensar que los sistemas de vigilancia para incurrir en el mínimo daño o perjuicio posible, deberían ser naturales. Si hay ojos que vigilan, dispositivos que captan y registran la vida cotidiana, casi todo el mundo tiende a cumplir mejor las normas, desde las básicas e inmutables hasta las convenciones sociales más sensibles a modas y circunstancias cambiantes.
Todos somos conscientes de ello, aunque no se reconozca. No hace mucho tiempo la instalación de cámaras de vigilancia en la vía pública o de radares en las carreteras fue recibida con alarma. Hoy forman parte del paisaje y casi todo el mundo acepta que han contribuido a promover la observancia de reglas y límites.
Según parece, no podemos escapar a ese sino, hay una minoría selecta de personas que no necesita ojos vigilantes para cooperar y comportarse con civismo, pero la mayoría sí los requiere. En las sociedades las reglas de cooperación derivadas tan solo de la interacción con familiares y allegados, en el intercambio de favores y servicios entre conocidos, tienden a flaquear y la confianza, la generosidad y la ayuda mutua se desmoronan, al predominar el anonimato y las tentaciones que lo acompañan.
Hay muchos datos que muestran que la sensación de anonimato favorece la propensión a mentir, engatusar o actuar de manera egoísta. Incluso la sensación ilusoria de anonimato favorece el sesgo egoísta.
Por el contrario, cuando hay vigilancia social la generosidad aumenta. Las criaturas hasta los nueve años de edad mienten menos si se las ha convencido de que hay un agente invisible que observa su conducta. La gente se comporta mejor cuando sospecha que es observada, o sabe que puede haber vigilancia y la impunidad no está garantizada.
Tenemos que cambiar la política y la mayoría de los políticos que nos representan. No podemos tolerar más el imperio de los desgraciados que nos gobiernan.
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