Fernando-Alonso Ramírez
@fernalonso
Mañana se cumplen 30 años desde que entró en vigencia la Constitución Política de Colombia de 1991. "Es el camino", decía la publicidad que alentaba a confiar en este proceso que buscaba modernizar el constitucionalismo colombiano, después de 105 años de vigencia de la anterior carta magna.
Había pasado una década terrible de violencia en Colombia y el reclamo de la juventud, en lo que se convirtió en la séptima papeleta, llenó de confianza la llegada de las nuevas ideas. Igual este optimismo venía alimentado por lo que pasaba en el mundo: la caída del muro de Berlín, el triunfo del sistema de vida occidental ante el colapso de la Unión Soviética, la caída de las dictaduras en América Latina. Parecía abrirse paso una nueva época.
En Europa se vivía más o menos la misma euforia, fue un momento de fe en un mejor futuro. Así comienza incluso el libro El ocaso de la democracia – La seducción del autoritarismo, de la norteamericana Anne Applebaum. Ella, casada con un político polaco, cuenta la euforia que se vivía en una fiesta que dieron en su casa cerca de Varsovia para recibir el nuevo milenio.
Párrafos después de explicarnos la cantidad de personas que se encontraban en este lugar, anuncia que fácilmente con la mitad de los asistentes a esa reunión se rompieron las relaciones, pues decidieron irse para los extremos, de derecha y de izquierda, decididos por autoritarismos.
Es difícil leer este texto y no pensar en países como el nuestro, que también sufrió un duro golpe a su constitucionalismo, cuando un presidente decidió cambiar las reglas de juego a su favor y afectar el sistema de pesos y contrapesos; cuando una camarilla que domina en el Congreso de la República sigue evadiendo sus responsabilidades de legislar sobre temas gruesos que exigen el paso a la modernidad institucional; cuando aparecen los que la autora llama clercs, algo así como clérigos, que se encargan de crear toda una sustentación académica para las más absurdas ideas, que llevan al traste con la democracia.
Este manual lo siguen a la derecha o a la izquierda, enriquecido con justificación de las decisiones que hace años hubieran generado aversión, pero ahora encuentran caldo de cultivo: antisemitismo en unos casos, xenofobia en otros, chovinismo en otros más, atacar los privilegios de los privilegiados, o el llamado al patriotismo, etc., como si hubiéramos olvidado estas ideas a dónde nos llevaron en el siglo pasado.
Las estructuras políticas en estos lugares se organizan alrededor de nombres, no de ideas, y estos tales líderes -¿caudillos?- funcionan en la medida en que se rodeen de áulicos que exalten su nombre y lo propongan como única posibilidad.
Lo curioso es que esto pasa en Polonia, en Hungría –del que algunos líderes piden la expulsión de la Unión Europea por ir en contravía del espíritu europeizante al violar los consensos y promover una ley homófoba-, en Reino Unido o Estados Unidos, y también en Venezuela.
La autora, ganadora del premio Pulitzer en la categoría de no ficción, nos muestra cómo a estos personajes no les importa el interés público, sino proyectarse ante las audiencias y ayudados por teóricos de lo que hace años habría parecido absurdo, de ejércitos de bots o activistas de las redes sociales, de frases efectistas y de áulicos interesados en subir sin méritos en la administración pública o del partido. Así Johnson como Trump o Maduro como Orbán o Putin.
Soy de los que pensamos que la democracia no se salva con restricciones, sino todo lo contrario, con más democracia. Que la solución a los grandes temas de nuestro país no está en cambiar la Constitución, sino en ponernos de acuerdo en que el camino tiene que ser por la vía institucional, no por la violencia, no por la imposición de las mayorías o las minorías, como a veces se pretende; tampoco montándose en modas que recorren el mundo como en su momento el fantasma del comunismo. No, se logra con el cumplimiento de las normas y el acatamiento de las reglas de juego, pero aquí esto es difícil de lograr, pues nos acostumbramos a que saltarse la regla es de vivos o es injusto porque otros no las cumplen. Y así nos sigue yendo.
Espero que haya larga vida a la Constitución y que los llamados al autoritarismo que tanto se canta, no tengamos que lamentarlo el día de mañana. Me quedo con esta frase: "La propia democracia siempre ha sido ruidosa y estridente en sí misma, pero cuando se siguen sus reglas, a la larga acaba creando consenso". Los invito a que lo lean y #HablemosDeLibros y, de contera, de los 30 años de la Constitución.
En frases
* Los autoritarios necesitan a gente que promueva los disturbios o desencadene el golpe de Estado.
* En este nuevo mundo, puede que los grandes cambios ideológicos no vengan causados por la escasez de pan, sino por nuevos tipos de perturbaciones.
* La unidad es una quimera que algunos siempre perseguirán.
* La polarización ha pasado del mundo digital al real.
* Toda una generación de jóvenes trata las elecciones como una oportunidad para mostrar su desdén por la democracia.
Es difícil leer este texto y no pensar en países como el nuestro, que también sufrió un duro golpe a su constitucionalismo.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015